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Yo soy la Vid verdadera

Meditación sobre Jn 15,1-8

Los Profetas de Israel recurren a distintas imágenes para expresar, en la medida de lo posible, el amor de Dios por su pueblo. Una de estas es la imagen de la viña: Dios es el viñador e Israel es su viña exquisita. Página conmovedora es la canción de la viña del profeta Isaías:

Voy a cantar a mi amigo la canción

de su amor por su viña.

Una viña tenía mi amigo en un fértil otero.

La cavó y despedregó,

y la plantó de cepa exquisita.

Edificó una torre en medio de ella,

y además excavó en ella un lagar.

Y esperó que diese uvas,

pero dio agraces.

Ahora, pues, habitantes de Jerusalén

y hombres de Judá,

venid a juzgar entre mi viña y yo:

¿Qué más se puede hacer ya a mi viña,

que no se lo haya hecho yo?

Yo esperaba que diese uvas.

¿Por qué ha dado agraces?

Qué admirable alabanza dirige a la casa Israel el canto de la viña. Cómo nos revela el profeta el amor que ha derrochado el Viñador en su viña. Qué pena que los habitantes de Jerusalén y los hombres de Judá, la cepa exquisita,  haya defraudado la esperanza y los cuidados de Dios. Israel no ha dado el fruto de santidad y justicia que el Señor esperaba.

Ahora escuchamos a Jesús en el Cenáculo:

“Yo soy la Vid verdadera, y mi Padre es el Viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado”.

Jesús nos revela el amor del Padre: por amor nos ha enviado a su Hijo; por amor nos injerta en Él; y por amor nos poda para que recibamos cada vez con mayor abundancia la vida de hijos de Dios, y demos cada vez más fruto. La palabra de Jesús ya ha podado todo lo que había que podar en el corazón de sus discípulos, y les ha capacitado para dar fruto abundante.

   Qué manera tan admirable tiene Jesús de dejar claro que su Padre espera de nosotros mucho fruto. Por eso nos poda. Con la poda el Viñador graba el sello «más» –el signo de la Cruz– en la vida del cristiano: no conformarnos nunca, aspirar a dar cada vez más fruto, fruto de filiación divina, fruto de santidad, fruto de gloria de Dios.

   Si nos dejamos podar llegará un momento en que descubriremos la mano del Viñador en todo: trabajos, alegrías, enfermedades, penas; en todo. Nos diremos: es mi Padre Dios que me está podando para que dé más fruto. Entonces el corazón se llenará de paz y de agradecimiento, y viviremos con la firme disposición de cooperar con la poda; aunque a veces nos resulte doloroso y no acertemos a entenderlo.

El Señor profundiza su revelación:

“Permaneced en mí y Yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí.

   Yo soy la Vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada.

Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden”.

El Hijo de Dios ha venido al mundo a introducirnos en la comunión de vida con Él. De esta comunión de vida brota, abundante, el fruto. Jesús lo expresa con fuerza y claridad.

   Cuando escuchas a Jesús que nos dice que sin Él no podemos hacer nada, necesariamente tienes que preguntarte: ¿quién es el que habla? Porque si el «yo» que habla es el de un hombre, estas palabras son un completo despropósito; pero si es el «Yo» de Dios, de Dios Hijo, estas son las palabras decisivas en nuestra vida; las únicas palabras a las que de verdad tenemos que prestar atención. Permaneciendo en Jesús, y dejando que Él permanezca en nosotros, nuestra vida dará fruto de eternidad.

Hay que dejar que estas palabras de Jesús se graben en el corazón y vayan resonando a lo largo del día; para hacerlo todo con Él; para hacerlo todo por amor a Él. Y nuestra vida, aunque sea bien ordinaria, a los ojos de Dios dará mucho fruto. Lo que no sea vivir en Jesús y dejar que Él viva en nosotros, lo que hagamos desde nosotros mismos, estará marcado con el sello de la muerte.

   Jesús no es un maestro de moral, ni un reformador de las costumbres, ni nada parecido. Jesús es el Redentor. Ha venido al mundo para reconciliarnos con su Padre Dios, para trasladarnos, desde el poder del pecado, al Reino del amor de su Padre, para darnos el poder de llegar a ser hijos de Dios. Si permanecemos en Él. Al que no permanezca en Él le espera la condenación eterna, como Jesús expresa con un lenguaje que tiene larga tradición en las Escrituras de Israel.

El Señor termina:

“Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguireis. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis discípulos míos”.

Una vez más Jesús nos invita a vivir en comunión con Él. Y nos dice que, a partir de ahí, podemos pedir lo que queramos y lo conseguiremos. Dios Padre nos escuchará siempre. Cuántas veces, y de cuántos modos, nos invita el Señor a vivir pidiendo. Y de qué modo tan admirable ha acogido la Iglesia esta invitación de su Señor. Porque te detienes a observar la naturaleza de la Iglesia y descubres que, desde el Sacrificio de la Misa hasta la vida del cristiano más humilde, todo en la Iglesia es un clamor de oración al Padre en nombre de nuestro Señor Jesucristo.

   La gloria del Padre es la razón última de todo lo que Jesús hace y dice. Introducirnos en la gloria que Él da a su Padre es la razón última por la que nos ha revelado el misterio contenido en esta preciosa metáfora. Ser sus discípulos, hacerlo todo con Él, dar mucho fruto transforma nuestra vida en una continua glorificación de Dios.

Excursus: La Madre de Jesús

Jesús deja claro que el fruto del cristiano –fruto de vida de hijo de Dios, fruto de santidad, fruto de gloria de Dios– depende directamente de la comunión de vida con Él:

“El que permanece en mí y Yo en él,

ése da mucho fruto”.

Según esto, cuanto más íntima y plena es la comunión de vida, tanto mayor es el fruto; y el mucho fruto manifiesta una íntima comunión de vida con Jesús. Si ahora miramos a la Virgen; si, con la asistencia del Espíritu Santo, nos detenemos a considerar –en la medida que podamos, siempre pobre– el fruto de humanidad, de santidad, de limpieza de vida, y de gloria de Dios que brota desde hace dos mil años de la vida de María, del amor de los cristianos a la que es la Madre de Jesús, nos podemos preguntar con asombro: ¿cómo será la comunión de vida de la Madre y el Hijo? ¿qué habrán sido los años de Nazaret? Qué misterio tan asombroso.

Jesús deja claro de diversos modos la riqueza de la vida cristiana que brota de su invitación:

“Si permanecéis en mí,

y mis palabras permanecen en vosotros,

pedid lo que queráis y lo conseguireis”

Y nos podemos preguntar: ¿Ha habido alguna persona humana en la que esa comunión de vida con Jesucristo haya sido plena, total, y de una naturaleza especialmente rica e íntima? ¿alguna persona que haya guardado sus palabras de un modo único? ¿alguna persona que haya pedido siempre a Dios con la absoluta certeza de conseguir lo pedido? Sí. Hay una. Solo una. Nunca habrá otra. Esta persona es María, la Madre de Jesús. Por eso, cuando Jesús nos dice que de la comunión con Él se sigue el poder de la oración ante Dios, el Hijo nos está revelando el misterio de que la Iglesia se dirija a su Madre con el título de Omnipotencia Suplicante.


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