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El padre misericordioso

Meditación sobre Lc 15,1-32

San Lucas es el evangelista que subraya la misericordia de Dios de un modo especial. Este capítulo es un ejemplo. Está estructurado en tres parábolas, con un breve encabezamiento. Las dos primeras son dos parábolas gemelas; muy sencillas, muy bonitas, y muy luminosas. La tercera es, quizá, la más poderosa que nos ha entregado Jesucristo. Cuántas gracias tenemos que dar al Señor por la enseñanza que nos ha dejado con estas parábolas.

   En el encabezamiento está la clave de lectura de las tres parábolas, especialmente de la parábola del Padre misericordioso. Jesús dirige sus parábolas a los escribas y fariseos, gente ajena a la misericordia, estrictos cumplidores de su ley e intransigentes con todo otro planteamiento. Escuchemos al evangelista, que nos deja el testimonio del atractivo que tenía Jesús para los publicanos y los pecadores. Del modo que solo Dios conoce, estos hombres saben que con Jesús viene al mundo la misericordia de Dios.

Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Él para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos”.

Es verdad. Jesús acoge a los pecadores; y no solo eso, sino que come con ellos, lo que era particularmente escandaloso para los estrictos cumplidores de la ley. Todo es verdad; es la verdad que da razón de la Encarnación del Verbo de Dios. Para esto ha venido el Hijo de Dios al mundo. Acogiendo a los pecadores el Señor nos revela que su Padre es rico en misericordia. La crítica de estos escribas y fariseos certifica que Jesús está cumpliendo la obra que el Padre le ha encomendado realizar. Escuchemos la respuesta del Señor a esa crítica.

Entonces les dijo esta parábola: “¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra la pone contento sobre sus hombros y, llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.

   O ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra convoca a las amigas y vecinas y dice: Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”.

Estos sencillos y preciosos relatos le sirven a Jesús para dejarnos una importante revelación: Dios se alegra por un solo pecador que se convierta. Jesús nos está revelando la naturaleza de la misericordia de su Padre Dios: no solo perdona, sino que se alegra en perdonar; e invita a participar en su alegría, para que su alegría envuelva el cielo y la tierra. Dios hace del perdonar una fiesta.

   Jesús nos revela la importancia que para su Padre Dios tiene un solo pecador que se convierta. En un mundo dominado por la cantidad nos cuesta entender que, para nuestro Padre Dios, cada uno de nosotros somos únicos. Por eso la insistencia de Jesús en el uno: una oveja, una dracma, un hijo.

   Jesús nos dice que, para su Padre Dios, perdonar es una fiesta a la que invita a participar a los ángeles y a los santos. La medida, si se puede hablar así, de la alegría de Dios por perdonarnos nos la da la Cruz de su Hijo. Solo la alegría por perdonar del Padre puede dar razón de la Cruz del Hijo.

   Y Jesús nos revela una dimensión fundamental del perdón: seremos perdonados por Dios si dejamos que su misericordia nos transforme el corazón; no solo que perdone nuestros pecados, sino que nos dé un corazón misericordioso y agradecido, que se alegre en perdonar, para el que perdonar sea la fiesta del perdón. Si no es así es que no hemos abierto nuestro corazón al perdón de Dios. Seguimos con nuestros pecados y con el corazón endurecido.

Todavía nos deja el Señor una tercera parábola; una parábola admirable; una parábola articulada en forma de díptico, con la fiesta dominándolo todo.

Dijo: “Un hombre tenía dos hijos y el menor de ellos dijo al padre: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde». Y él les repartió la hacienda. Pocos días después el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquella tierra, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y ansiaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba”.

A cambio de una cierta hacienda –que derrochará en poco tiempo– este hombre ha renunciado al gran tesoro de su condición de hijo, el único tesoro que no se consume, que permanece para siempre, que está llamado a crecer. Deja la casa del padre y se sumerge en un mundo en el que el único dios es el dinero; y ese mundo es despiadado. Ya lo ha descubierto.

“Volviendo en sí, dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros». Y levantándose, partió hacia su padre”.

Este hijo no ha olvidado a su padre; ni la casa del padre; ni el camino de vuelta a casa. Eso le salva. El proceso de conversión está admirablemente descrito. Hay que detenerse en los verbos, que llevan el ritmo del relato y nos informan de lo que pasa en el corazón de este hombre. Aunque sabe que ya no está en su poder el volver a la casa de su padre como hijo, se pone en camino. El encuentro es de una emotividad particular:

“Estando él todavía lejos le vió su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: «Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo». Pero el padre dijo a sus siervos: «Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado». Y comenzaron la fiesta”.

Al padre se le conmueve el corazón ante la alegría de poder acoger en la casa familiar al hijo que estaba muerto y ha vuelto a la vida, que estaba perdido y ha sido hallado. Por eso la fiesta, que es el clímax de la parábola. Es la fiesta del perdón, a la que el Padre invitará a participar a su hijo mayor.

El segundo cuadro de la parábola es también un encuentro: el encuentro del padre con el hijo mayor. Es un encuentro en el que el hijo se comporta con su padre con una una dureza particular; un encuentro del que no conocemos el desenlace. Como Jesús dirige esta parábola a los fariseos y escribas, es este segundo encuentro el que tiene más importancia. Es un modo elegante de decirles cómo les quiere su Padre Dios, lo privilegiados que son, lo que Dios espera de ellos, y el peligro en el que se encuentran.

“El hijo mayor se hallaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados le preguntó qué era aquello. Él le dijo: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el novillo cebado porque le ha recobrado sano». Él se irritó y no quería entrar”.

Qué contraste tan extremo entre el corazón del padre y el de su hijo mayor. El padre saldrá a suplicarle que cambie:

“Salió su padre y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: «Hace tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandamientos, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!» Él le dijo: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado»”.

Con qué palabras tan sentidas el padre hace ver a su hijo mayor el valor que tiene a sus ojos. Si dejas que estas palabras se te graben en el corazón, descubrirás que expresan el amor con el que nos ama nuestro Padre Dios.

   El padre invita a su hijo mayor a tomar parte en su alegría por haber recuperado a su hermano. ¿Qué hizo el hijo mayor al que no hemos oído pronunciar la palabra «padre» ni la palabra «hermano»? ¿Entró en la casa del padre? No sabemos. Pero si entró tuvo que hacerlo como verdadero hijo mayor, después de haber aprendido a decir padre y hermano, gozoso de participar en la alegría de su padre y en la fiesta por el retorno del hermano perdido.

En esta parábola, como en las dos anteriores, el que de verdad le interesa a Jesús es el padre. Es del padre, de su corazón compasivo, de su misericordia, de su alegría por perdonar y de su esperanza de que todos participemos de su alegría, de quien quiere hablar a los escribas y fariseos, de quien quiere hablar a sus discípulos, y del que quiere hablarnos a nosotros. Para que conozcamos a Dios y podamos corresponder a su misericordia.

En sus años de predicación el Señor dedicó mucho tiempo a los escribas y fariseos. ¿Por qué? Porque sabe que a lo largo de la historia de la Iglesia siempre habrá gente que se considerará muy religiosa y acabará no conociendo a Dios. Porque al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo sólo se le conoce cuando se participa en su alegría por la conversión de los pecadores, que es la más divina de todas las cosas divinas.



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