Meditación sobre Mt 9,35-38
Cuando María y José llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, se encontraron con Simeón, hombre justo y piadoso, que había ido al Templo movido por el Espíritu. Este anciano, con el Niño en brazos y dirigiéndose a María, nos reveló:
Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!– a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.
Que Jesús está puesto como señal de contradicción, que ante Él –ante sus obras y sus palabras–, queda al descubierto lo que hay en el corazón del hombre, se pone de manifiesto en cada página del Evangelio. Así, en el capítulo noveno del relato de San Mateo, después de una serie de poderosas obras de vida de Jesús –como la vuelta a la vida de la hija de Jairo–, la reacción de los testigos es muy variada:
La gente, admirada, decía: “Jamás se vio cosa igual en Israel”. Pero los fariseos decían: “Por el príncipe de los demonios expulsa a los demonios”.
Mateo no presta ninguna atención a la opinión de los fariseos, y termina el capítulo con una triple revelación sobre Jesucristo. La primera:
Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia.
Qué tierra tan privilegiada es Galilea. En Galilea se encarnó el Hijo de Dios, allí vivió la Sagrada Familia. En Galilea comenzó Jesús a proclamar el Evangelio de Dios, y esa región la recorrió Jesús durante tiempo invitando a la conversión y a la fe y haciendo poderosas obras de vida. Ninguna otra tierra en el mundo ha tenido una relación tan estrecha con Jesucristo. Los que conocen bien esta tierra consideran que ha dejado una huella profunda en Jesús, y que sus parábolas se adaptan admirablemente a Galilea, a lo amable de su paisaje, a lo abierto de sus gentes, a lo suave de su clima, a lo fértil de su tierra; y a la presencia del lago. Desde esta tierra arrancan los caminos por los que el Evangelio del Reino llegará al mundo.
Luego Jesús nos revela qué es lo que le ha movido a venir al mundo:
Y al ver a la muchedumbre sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor.
La compasión. Siempre la compasión. Las palabras de Mateo nos llevan al Corazón de Dios: la compasión es la razón de que nos haya enviado a su Hijo. Dios no puede padecer, pero Dios puede compadecer; y se compadece del hombre sometido al poder del pecado y de la muerte. En Jesús de Nazaret habita la plenitud de la compasión de Dios. Por eso siente compasión de esta gente. Es la compasión de Jesús la que le lleva a invitarnos, si nos sentimos vejados y abatidos, a ir a Él, que ha venido al mundo para ser nuestro buen Pastor.
Y la compasión mueve a Jesús a solicitar nuestra ayuda:
Entonces dice a sus discípulos: “La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies”.
Las palabras de Jesús, porque son las palabras humanas del Verbo de Dios, tienen el poder de transformar nuestra vida. Solo las palabras de Jesús, verdaderas palabras de Dios, tienen ese poder. Estas transforman nuestra vida en una oración de petición al Padre. Y nos dan la seguridad de que su Padre nos escuchará porque pedimos en nombre de su Hijo. Por esto las palabras de Jesús dan una fecundidad, un relieve, y un valor inusitado a los acontecimientos de la vida ordinaria. Todo lo podemos convertir en oración de intercesión para colaborar con el Señor en la más divina de todas las obras divinas, que es la salvación de las almas. Este poder de transformarlo todo en oración es uno de los grandes misterios del cristianismo.
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