Meditación sobre Mt 1,18–25
San Mateo abre su Evangelio diciendo:
Libro de la generación de Jesucristo,
hijo de David,
hijo de Abraham.
Luego sigue una larga genealogía, que termina diciendo:
Mattán engendró a Jacob,
y Jacob engendró a José, el esposo de María,
de la que nació Jesús, llamado Cristo.
El evangelista se va a centrar en la generación de Cristo Jesús:
La generación de Jesucristo fue así: María, su madre, estaba desposada con José, y antes de que conviviesen se encontró con que había concebido en su seno por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, como era justo y no quería exponerla a infamia, pensó repudiarla en secreto.
Consideraba él estas cosas, cuando un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados”.
Jose, el hijo de David y el esposo de María, es un hombre justo y temeroso de Dios. Por eso, cuando encuentra que María, su esposa, ha concebido en su seno por obra del Espíritu Santo, piensa que no debía inmiscuirse en un misterio divino al que Dios no le ha invitado, y decide apartarse del modo más discreto. Así obra el hombre temeroso de Dios.
El temor de Dios, que constituye el fondo de toda auténtica actitud religiosa, es un don del Espíritu Santo; un don que nos abre el corazón al amor que Dios nos tiene, y nos hace cada vez más conscientes de ser queridos por Dios. El temor de Dios, el único temor digno de un hombre justo, nos lleva a desear, por encima de todas las cosas, permanecer en el amor de Dios guardando sus mandamientos. Nos lleva a la veneración de Dios y a la obediencia a su voluntad.
Un ejemplo magnífico del temor de Dios es la vocación de Isaías en el Templo de Jerusalén, tal como el profeta nos la ha dejado:
El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de Él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban. Y se gritaban el uno al otro: «Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot: llena está toda la tierra de su gloria».
Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo. Y dije: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al Rey Yahveh Sebaot han visto mis ojos!”
Entonces voló hacia mí uno de los serafines con una brasa en la mano, que con las tenazas había tomado de sobre el altar, y tocó mi boca y dijo: “He aquí que esto ha tocado tus labios: se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado”.
El relato continúa del modo más interesante, pero aquí está lo esencial del temor de Dios.
Para permanecer en el amor que Dios nos tiene hay que conocer la voluntad de Dios y guardar sus mandamiento. Esto sucedió con el anuncio del ángel del Señor. A partir de ese anuncio la vida de José quedó completamente transformada. Desde esa noche, dedicarse a cuidar y proteger a la Madre y al Hijo fue la vida de José. Qué vida tan rica, tan divina y tan humana. Cómo premia Dios la santidad de José, el hijo de David, el hombre justo y temeroso de Dios.
San Mateo termina:
Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta:
Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel,
que significa: «Dios con nosotros».
Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado, y recibió a su esposa. Y, sin que la hubiera conocido, dio Ella a luz un Hijo; y le puso por nombre Jesús.
Todo sucede para que se cumpla la Escritura; en este caso se trata de una profecía del Libro de Isaías en la que Dios había dejado reflejado, muchos siglos antes de la venida al mundo de Jesús, lo esencial de la Encarnación de su Hijo Unigénito. Para entender bien este oráculo –dentro de lo que lo podemos entender– hay que leer despacio el «Libro del Emmanuel» (Is 7-12).
José, el esposo de María, es un hombre de fe, y en la fe acoge las palabras del ángel del Señor y la profecía de Isaías. Y pone su vida a disposición del plan salvador Dios, ese plan que está expresado en los nombres del Niño: Jesús, el Hijo de María, es el Salvador, es Emmanuel, Dios con nosotros. Solo en la fe de José se puede vivir en este misterio. No hay ciencia humana que pueda acoger las palabras que Dios nos dirige por medio del ángel del Señor y del profeta de Israel. Se necesita esa gracia de Dios que es la fe; una fe grande, como la de José. José pone su sello en la fe del cristiano.
Para colaborar con el plan de salvación de Dios, además de fe, se necesita obediencia. José, el esposo de María, es un hombre de fe y de obediencia. Su biografía nos la ha dejado San Mateo en unas pocas palabras: José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado. José no habla; José hace. Y no lo que se le ocurre a él, sino lo que Dios le indica. Entre las muchas cosas de las que Dios le pide que se encargue –y que están recogidas en los Evangelios– una, que tiene una importancia particular, es que introduzca a Jesús en el mundo del trabajo.
La vida de Jesús fue una vida de trabajo: hasta el bautismo en el Jordán, trabajó la madera en el taller de Nazaret; después, hasta la Pasión, trabajó la palabra por los caminos de Galilea; y, por último, el trabajo por excelencia del Hijo de Dios que es la Cruz. Y el taller de Nazaret pondrá su sello en el modo de trabajar del Hijo de Dios. Como se ve claramente en los años de la vida pública, Jesús es un trabajador infatigable, recio, competente, cuidadoso, servicial, noble y amable con las personas. Es la grandeza de José, que hizo lo que Dios le pidió.
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