Meditación sobre Jn 18,33-19,5
En el relato de la Pasión Juan nos ha dejado el encuentro de Jesús con Pilato. En ese encuentro el Señor nos revela quién es Él, para que ha venido al mundo, y quiénes serán los que acogerán su venida.
El evangelista nos dice que, desde la casa de Caifás, las autoridades judías han llevado a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Pilato procura desentenderse del asunto de Jesús, pero el sumo sacerdote y los demás no se lo consienten. La amenaza de la denuncia al Cesar pesa sobre Pilato. Los judíos le gritan:
“¡Si sueltas a ése no eres amigo del César!
¡Todo el que se hace rey va contra el César!”
Y, cuando los sumos sacerdotes clamaron:
“No tenemos más rey que el César”.
Pilato les entregó a Jesús para que fuera crucificado.
Con este horizonte escuchamos el relato del encuentro:
Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio, llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” Respondió Jesús: “¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?” Pilato respondió: “¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?” Respondió Jesús: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí”. Entonces Pilato le dijo: “¿Luego tú eres Rey?” Respondió Jesús: “Sí, como dices, Yo soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad, escucha mi voz”. Le dice Pilato: “Qué es la verdad”
Pilato deja claro que no tiene interés personal en el asunto de la realeza de Jesús; que para él Jesús de Nazaret es un acusado más que le han entregado los sumos sacerdotes por motivos políticos para que lo condene a morir en la cruz. Una vez que esto está claro, Jesús le dice a Pilato que no tiene por qué preocuparse; que Él es Rey, que para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo, pero que ni el contenido de su realeza ni las personas a las que invita a entrar en su Reino, tienen nada que ver con los reinos de este mundo; que su Reino no pertenece al ámbito del poder, de la riqueza, de la mentira y de la violencia, al ámbito del reinado del César.
Jesús es Rey y manifiesta su Realeza dando testimonio de la verdad; y el que es de la verdad escucha su voz, lo acepta como Rey. ¿A qué verdad se refiere Jesús? ¿Cuál es esa verdad que ha venido a traer al mundo y que manifiesta su realeza? Es la verdad de la que solo el Hijo de Dios puede dar testimonio: la verdad del amor con el que su Padre Dios nos ama, esa es la verdad fundamental de nuestra vida, la verdad de la que brotan todas las demás verdades que Jesús nos ha revelado, la verdad sobre la que podemos cimentar y arraigar nuestra vida para la eternidad.
Para traernos el amor del Padre, para trasplantarlos del poder del pecado al Reino del amor de su Padre, para amarnos con el amor con el que el Padre le ama a Él, ha venido Jesucristo al mundo. Así manifiesta su realeza. Y el que es de la verdad, el que desea por encima de todo ser y saberse amado por el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, escucha su voz.
Jesús es Rey desde su nacimiento. Para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo. En la Encarnación, su Padre Dios le dio a su Madre por Trono. María es el primer trono desde el que Jesús reina. Y tenemos admirables imágenes del Hijo de Dios en brazos de su Madre. El testimonio de la verdad que nos da el Niño Rey no necesita palabras. Basta su presencia para llenarnos de asombro: ¡cuánto nos debe amar Dios para enviarnos a su Hijo!
En la Anunciación, como María se turbó al oír las palabras de saludo del ángel, Gabriel le dijo:
“No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”.
El trono de David estaba en Jerusalén, y allí fueron coronados, durante siglos, los reyes de la casa de David. En Jerusalén, la ciudad de David, será Cristo entronizado por el Señor Dios como Rey sobre la casa de Jacob; y su reino no tendrá fin. El día en el que Jesús se presentó en Jerusalén para ser coronado, el día de su entrada Mesiánica, se abrieron ante las autoridades de Jerusalén dos caminos. El pecado determinó el modo como Cristo recibiría el trono de David, su padre. Escuchemos cómo nos lo cuenta el evangelista.
Después del encuentro con Jesús, Pilato intentó, sin ningún convencimiento, liberarlo. No lo consiguió:
Dicho esto, volvió a salir donde los judíos y les dijo: “Yo no encuentro ningún delito en él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?” Ellos volvieron a gritar diciendo: “¡A ése, no; a Barrabás!” Barrabás era un salteador.
Pilato sabe que tiene perdida la partida e intenta un recurso innoble:
Pilato entonces tomó a Jesús y mandó azotarlo. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura y, acercándose a él, le decían: “Salve, Rey de los judíos”. Y le daban bofetadas. Volvió a salir Pilato y les dijo: “Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en Él”. Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles Pilato: “Aquí tenéis al hombre”.
Jesús es coronado como Rey en Jerusalén. Su Trono será la Cruz. Claro que los símbolos de la coronación –la corona de espinas, el manto de púrpura, y la aclamación a bofetadas– no son más que burlas, símbolos del odio del mundo del pecado a Dios. Y claro que el «Aquí tenéis al hombre» –el Ecce Homo– tiene un sentido despectivo. Ése es el plan del príncipe de este mundo. Pero Dios tiene un designio distinto y, efectivamente, ahí tenemos al hombre que, desde el Trono de la Cruz, dará el testimonio definitivo de la verdad.
Miras a Jesús entronizado en la Cruz y escuchas, con una profundidad que da vértigo, el:
“Sí, como dices, Yo soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”.
El Crucificado está dando testimonio de la verdad del amor que Dios nos tiene, y el Crucificado nos revela que el amor de su Padre es amor misericordioso y compasivo, amor que padece con cada hombre y que se goza en perdonar. El Mesías Rey está dando testimonio de la verdad de su amor obediente y humilde a su Padre Dios –que es lo que da valor redentor a su Pasión–; y del amor que tiene por nosotros hasta el extremo.
Y Jesús está dando testimonio del misterio de iniquidad que es el pecado; del abismo de maldad que puede llegar a ser el corazón del hombre; del odio que puede brotar de ese corazón. Y de ese rasgo fuerte de todo pecado que es burlarse de Dios.
Y al que es de la verdad, escuchar el testimonio que nos deja Jesús en la Cruz lo transforma completamente, y le lleva a pedir a Dios: «no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal»; porque si Dios no nos protege estaremos entre los que coronaron a Jesús aquel día terrible en Jerusalén.
Pero ese hombre, del que es tan fácil burlarse en este mundo, es el Rey que Dios sentará en su Trono; desde allí nos da el testimonio definitivo y pleno de la verdad, también de la verdad que Dios nos tiene preparada a cada uno. Así nos lo asegura en la conclusión de las Cartas a las siete Iglesias del libro del Apocalipsis:
“Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi Trono, como Yo también vencí y me senté con mi Padre en su Trono”.
Si somos de la verdad, si pasamos por el mundo viviendo como hijos de Dios y dando testimonio del amor que nuestro Padre nos tiene, seremos vencedores; y Jesucristo Rey nos concederá sentarnos con Él en su Trono. Para siempre. Porque Jesús tiene la esperanza de darnos a participar de su realeza. Esa esperanza de Cristo es lo que da seguridad a nuestra lucha.
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