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Tú eres mi Hijo amado

 Meditación sobre Mc 1,9-13



San Marcos abre su evangelio diciendo:


Principio del Evangelio de Jesús, Cristo, Hijo de Dios. Conforme está escrito en Isaías el profeta: 

Mira, envío mi mensajero delante de ti, 

el que ha de preparar tu camino.

Voz del que clama en el desierto:

Preparad el camino del Señor, 

enderezad sus sendas. 

Apareció Juan bautizando en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados. Acudía a él gente de toda la región de la Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. 

   Juan llevaba un vestido de pelos de camello, y un cinturón de cuero ceñía sus lomos, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Y proclamaba: “Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo, ante quien no soy digno de desatar, agachado, la correa de sus sandalias. Yo os bautizo con agua, pero Él os bautizará en Espíritu Santo”. 


Con este horizonte, el evangelista nos presenta a Jesús. Lo hace con una poderosa revelación del misterio de la Santísima Trinidad, revelación en la que Jesús se manifiesta como el Mesías de Israel y el Hijo de Dios:


Y sucedió que por aquellos días vino Jesús desde Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. En cuanto subió del agua vio que los cielos se abrían y que el Espíritu, en forma de paloma, descendía sobre Él. Y se oyó una voz que venía de los cielos: 

“Tú eres mi Hijo amado, 

en ti me complazco”.


Jesús va a las aguas del Jordán a encontrarse con la conversión del Israel fiel, con los pecados que han confesado. Sumergiéndose en lo profundo de las aguas el Señor carga, de modo simbólico, con los pecados de Israel. Su Pasión y Resurrección harán real este simbolismo, y lo ampliarán al mundo entero. Al subir Jesús del agua, con la apertura de los cielos, se inicia una nueva creación; es una imagen poderosa de lo que sucederá el día de la Ascensión, cuando la Humanidad de Jesucristo sea exaltada a la derecha de Dios.


Jesús es Cristo, el Ungido por Dios con el Espíritu Santo. Jesús es el Hijo Amado del Padre. El Padre solo tiene un Amor, que es el amor con el que ama a su Hijo. A traernos el amor del Padre ha venido el Hijo de Dios al mundo. El Padre solo tiene una complacencia: la complacencia con la que se complace en su Hijo. La vida de Jesús será hacer la voluntad de su Padre Dios y llevar a cabo la obra que el Padre le ha encomendado realizar. La obra que el Padre le ha encomendado realizar es introducirnos en la voz que viene de los cielos, bautizarnos en el Espíritu Santo para darnos el poder de llegar a ser hijos amados de Dios y de vivir complaciendo a nuestro Padre Dios. 


Solo el Padre conoce al Hijo, y solo el Padre sabe el deseo que su Hijo tiene de darnos a participar de su filiación divina; de librarnos del poder de las tinieblas y de trasladarnos al Reino del Amor de su Padre. Así podremos amar, alabar, y dar gloria a su Padre Dios como verdaderos hijos. Solo el Padre sabe que lo que su Hijo desea, lo que da razón de su vida, es glorificarlo en la tierra y, por eso, quiere asociarnos a la gloria que da al Padre.


El Bautista nos ha dicho que Jesús nos bautizará en Espíritu Santo, que nos hará capaces de vivir complaciendo a su Padre Dios. San Pablo, en la Carta a los Romanos, lo expresa admirablemente: 

Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abbá, Padre!» Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de  Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados.


En Cristo Jesús el Padre nos dice a cada uno que somos su hijo amado; que se complace en que existamos; y que tiene la esperanza de poderse complacer en nuestra vida. A nosotros nos queda hacer honor a esa esperanza y dejarnos guiar por el Espíritu de Dios. Así seremos cada día más conscientes de que el amor que el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos tiene es lo único que puede fundamentar nuestra vida para la eternidad, lo que da razón de nuestro vivir


El día en el que Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán es un día glorioso. El abrirse de los cielos, el descenso del Espíritu Santo y la voz del cielo lo transforma todo. Esa voz es el fundamento de la dignidad de la persona; de todas y de cada una; al margen de toda otra consideración. Me parece que, en último extremo, al hombre sólo se le puede considerar como hijo amado de Dios o, por usar la expresión de un científico del siglo XIX, como un albuminoide coloide fruto del azar. Otros planteamientos no son más que el intento de engañarnos con palabras altisonantes. Pero a estas alturas de la historia esas milongas ya no engañan a nadie. 

   La voz del cielo ilumina el Rostro de Jesús y, desde ahí, resplandece en todo rostro humano. Así ilumina el mundo. No hay otra luz capaz de echar de la sociedad la terrible tiniebla del pecado y de la muerte. De cada uno depende escuchar esa voz al mirar a una persona humana.


El relato del evangelista prosigue:


A continuación, el Espíritu le impulsó al desierto. Y estuvo en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los ángeles le servían.


Qué expresión tan misteriosa y tan expresiva de la relación de Jesús con el Espíritu. El Espíritu le lleva al desierto porque el desierto –como lo fue para Israel– es el lugar propio para estar a solas con Dios; es el lugar propio para preparar en la oración la misión que el Padre le ha encomendado realizar; y, como también lo fue para Israel, es lugar de tentación. Jesús estuvo en el desierto cuarenta días –en el lenguaje de la Escritura significa el tiempo necesario–. 

   Al desierto fue Satanás a encontrarlo. Desde la tentación del origen, la historia de la Salvación camina hacia este encuentro entre Jesús y el Tentador; la historia de la Salvación se mueve entre dos tentaciones. En este encuentro con Satanás está en juego el designio salvador de Dios –por eso el sentido escatológico del desierto en este relato–. Ante lo sobrecogedor del acontecimiento el evangelista guarda silencio, y deja que todo lo demás se desdibuje. 

   Dios, en Jesucristo, se somete a la tentación para hacer constar lo hondo de su compasión por los hombres. Desde ese día nadie está solo cuando es tentado; cuando lucha para permanecer en el amor que Dios le tiene; para hacer honor a su condición de hijo de Dios. Cristo Jesús está con él. 


Mateo y Lucas tratan por extenso las tentaciones de Jesús en el desierto. Marcos no. Marcos ni siquiera dice en qué consistió la tentación. Y no lo dice porque me parece que no hace ninguna falta. La tentación de Satanás hace referencia a la voz que vino del cielo sobre Jesús:

“Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”

Lo que Satanás pretende es que Jesús no escuche la voz de Dios, que reniegue de su condición de Hijo, que no quiera vivir complaciendo al Padre con su obediencia amorosa. Así nos tienta a nosotros. Cambiarán las circunstancias, pero la tentación es siempre la misma. Satanás nos invita, con muy diversos argumentos –todos falsos porque es el padre de la mentira– a que rechacemos nuestra condición de hijos de Dios. Por eso, aunque puede parecer que san Marcos no nos dice cuál es el contenido de la tentación, la verdad es que el evangelista no nos habla de otra cosa: el tema de su Evangelio es la obediencia amorosa y humilde de Jesús a su Padre. 


Las últimas palabras del relato pueden ser una referencia al Paraíso, a la situación de la creación tal como salió de las manos de Dios, a la creación antes del pecado. Quizá sean una referencia a la visión que Jesús tuvo al subir de las aguas del Jordán de que los cielos se abrían. Con Jesucristo comienza una nueva creación.



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