Meditación sobre Mc 15,21-27
Con la coronación de espinas, toda la cohorte de soldados se ha estado burlando de Jesús antes de llevarlo a crucificar. Pero las burlas no han terminado, y hasta que Jesús muera en la Cruz seguirán descargando sobre Él. Es conmovedor llevar los relatos de la Pasión a la oración deteniéndose, de modo especial, en las burlas que Jesús tiene que soportar. Que gran lección de humildad la que nos deja el Señor.
Lo sacaron para crucificarlo. Y obligaron a uno que pasaba, Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, que venía del campo, a que le llevase la cruz.
Llevar la cruz de Cristo. Qué gran honor. Así tendríamos que ver nosotros todos los sufrimientos y fatigas de la vida. En lo íntimo del corazón, tendríamos que decirle a Jesús: «gracias, porque me estás dejando llevar un poquito de tu cruz». Nuestra vida se transformaría, y todo llegaría a adquirir su verdadero sentido y valor.
Simón de Cirene acoge la cruz de los hombros de Cristo y, bajo el peso de la cruz, Jesús acoge al Cireneo. Es así. La Cruz es la posibilidad ofrecida por Dios al hombre de encontrarse con Cristo en el camino de la vida. No hay vida humana extraña a la Cruz. El Evangelio de la Cruz resuena en el mundo desde el pecado del origen; llega hasta donde un hombre sufre; y abre el espacio de la salvación a todos los hombres.
San Pablo esto lo tenía claro; en la Carta a los Colosenses, escribe:
“Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y por mi parte completo en mi carne lo que falta de las tribulaciones de Cristo por el bien de su cuerpo, que es la Iglesia”.
San Pablo se alegra de sus padecimientos porque así es asociado a los sufrimientos de Cristo, y contribuye a llevar a cumplimiento el designio salvador de Dios, que tiene su centro en la muerte Redentora y en la Resurrección de Cristo. Es un don que el Señor nos hace el dejarnos participar de su obra Redentora en beneficio de toda la Iglesia.
El relato que vamos a escuchar de la Crucifixión de Jesús no puede ser ni más conmovedor ni más sobrio:
Y le condujeron al lugar del Gólgota, que significa «lugar de la Calavera». Y le daban a beber vino con mirra, pero Él no lo aceptó. Y le crucificaron y se repartieron sus ropas echando suertes sobre ellas para ver qué se llevaba cada uno.
Era la hora tercia cuando lo crucificaron. Y tenía escrita la inscripción con la causa de su condena: «El Rey de los Judíos». También crucificaron con Él a dos ladrones: uno a su derecha y otro a su izquierda.
La humildad de Jesús. La Iglesia, desde hace muchos siglos, confiesa en el Credo:
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho.
Y Jesucristo, en el Gólgota, se deja despojar hasta de sus ropas sin una sola protesta. ¿Por qué? Por amor y obediencia a su Padre Dios. Así se lo dijo a sus discípulos en el Cenáculo cuando estaba a punto de encaminarse a su Pasión:
“Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí”.
La Cruz es el testimonio definitivo del amor y la obediencia de Jesús a su Padre Dios. Por eso no quiere tomar el vino con mirra, que tiene un efecto sedante; Jesús quiere agotar, con plena conciencia, el cáliz del dolor que su Padre le ofrece. Por eso se deja crucificar, que era el suplicio más infamante y cruel del mundo antiguo.
Y la Cruz es el testimonio definitivo del amor del Padre a su Hijo. Así nos lo dijo Jesús cuando se reveló como el buen Pastor:
“Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; Yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre”.
La Cruz de Cristo es un misterio de amor entre el Padre y el Hijo. Si la acogemos en la fe, seremos introducidos es ese misterio y podremos decir con san Pablo:
Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.
Y se ha entregado por cada uno de nosotros por amor y sin decir una palabra. Quizá lo que más impresiona en el relato de Marcos de la Crucifixión es el silencio de Jesús.
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