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Muerte de Jesús

Meditación sobre Mc 15,29–39


Jesús ha sido crucificado. En cuanto es clavado en la cruz descarga sobre Él una tormenta de insultos, burlas, ironías, injurias y desprecios:


Los que pasaban le injuriaban,moviendo la cabeza y diciendo: “¡Eh! Tú que destruyes el Templo y lo edificas de nuevo en tres días, sálvate a ti mismo, bajando de la cruz” Del mismo modo, los príncipes de los sacerdotes se burlaban entre ellos a una con los escribas y decían: “Salvó a otros, y a sí mismo no puede salvarse. ¡El Cristo, el Rey de Israel!, que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”. Incluso los que estaban crucificados con él le insultaban. 


Qué triste que sean estas las últimas palabras que los hombres dirijamos al Redentor, que ha venido al mundo para dar su vida y reconciliarnos con su Padre Dios. Jesús no presta la menor atención a toda esa palabrería que le envuelve. Él vive metido en Dios, y a su Padre se dirige: 


Y cuando llegó la hora sexta, toda la tierra se cubrió de tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona exclamó Jesús con fuerte voz: 

Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?” Que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» 


En la Cruz Jesús acoge nuestro corazón pecador; y experimenta esa dimensión más profunda del pecado que es el alejamiento de Dios. Y en la Cruz Jesús transforma esa experiencia en una sentida oración filial. Y le pide al Padre que no nos abandone. 

   La fuerte voz con la que Jesús pronuncia su oración resonará en el mundo entero. Y la oración de Jesús irá buscando los corazones de los hombres que viven en la angustia del desamparo de Dios fruto del pecado. Y a todos nos dirá que no nos angustiemos, que Él ha cargado con nuestro pecado en la Cruz para poder interceder ante su Padre por nosotros. Y el que abra su corazón a la oración de Jesús será reconciliado con Dios.


Entre los que están allí se organiza un cierto revuelo, al que Jesús tampoco presta atención:


Y algunos de los que estaban cerca, al oírlo, decían: “Mirad, llama a Elías”. Uno corrió a empapar una esponja con vinagre, la sujetó a una caña y se lo daba a beber mientras decía: “Dejad, veamos si viene Elías a bajarlo”. Pero Jesús, dando una gran voz, expiró. Y el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente de él, al ver cómo había expirado, dijo: “En verdad este hombre era Hijo de Dios”. 


Jesús expira dando una gran voz. De esa gran voz, que me parece expresión de su alegría por haber permanecido hasta el final en el amor del Padre guardando sus mandamientos, dice el Catecismo de la Iglesia Católica (2606): 

Todos las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación están recogidas en este grito del Verbo encarnado. He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo.


Me parece que el centurión, ha estado con Jesús desde que, muy de mañana, fue entregado a Pilato por los judíos, y ha llegado a comprender que la política y las luchas de poder no tienen nada que ver con Jesús, que eso son cosas del Sanedrín y del Procurador romano: que a Jesús solo le importa su relación filial con Dios y nuestra salvación. Así ha vivido siempre, y así vive la hora de expirar. De algún modo, el centurión entiende que Jesús es un hombre de Dios. 

   La confesión de fe del centurión es el punto culminante del Evangelio según Marcos. Es una confesión movida por el modo como Jesucristo ha vivido la Crucifixión. Para que también nosotros podamos hacer esa confesión de fe, los evangelistas nos han dejado el relato de la Pasión y la Muerte de Jesucristo. Así podremos llevarlo a la oración y acompañar a Jesús en esas horas terribles. Y nuestra fe en que Jesús es el Hijo de Dios irá creciendo.

   La Iglesia contempla la Muerte de Cristo desde la Resurrección. En el expirar se manifiesta plenamente que Jesús es el Hijo de Dios, y que obedece a su Padre hasta el final, llevando a cabo la obra que el Padre le ha encomendado realizar. Esto le supone sumergirse hasta el fondo en el abismo del pecado. San Pablo lo expresa con una fuerza especial:

Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo. (...) A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él.

Admirable intercambio. Comienza una nueva creación, plenamente reconciliada con Dios en Cristo. Las tinieblas y el velo del Templo quizá hagan referencia al mundo que ha quedado atrás. 



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