Meditación sobre Lc 1,39-56
El ángel Gabriel termina su anuncio a María revelándole:
“Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible”. Dijo entonces María: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel se retiró de su presencia.
Acogiendo la sugerencia del ángel, María se pone en camino para visitar a su pariente Isabel. La Madre y el Hijo comienzan a recorrer los caminos de la tierra para llevar la Salvación a todos los hombres. Así será siempre. Los dos. La Madre y el Hijo juntos. Para el que los separa, se acabó el cristianismo.
En aquellos días, se puso en camino María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó con una gran voz: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno! Y ¿de dónde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Bienaventurada la que ha creído que tendrán cumplimiento las cosas que le han sido dichas de parte del Señor!”
Tres veces hace referencia San Lucas al saludo de María. María no pronuncia ninguna otra palabra, no revela nada, solo saluda. El saludo de María es portador del Espíritu Santo y de la alegría de la Redención. Siempre será así. La presencia de la Madre de Jesús llena nuestra vida de sabiduría y de gozo.
Isabel, llena del Espíritu Santo, revela el misterio de la maternidad y de la fe de María. Lo expresa con dos alabanzas: «Bendita» y «Bienaventurada». María es bendita entre las mujeres porque el Bendito de Dios es el fruto de su vientre; por Él nos llegan todas las bendiciones de Dios. San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, lo expresa así:
Pues de su plenitud todos hemos recibido,
y gracia por gracia.
Porque la Ley fue dada por Moisés;
la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo.
Toda bendición de Dios la recibimos por Jesucristo, el fruto bendito del seno de María.
María es bienaventurada porque, gracias a su fe en Dios y en su palabra, se cumplirán las cosas que le han sido dichas de parte del Señor. Gracias a la fe de María, la Santísima Trinidad llevará a cabo nuestra Redención. La fe de María es única. Porque María ha creído podemos creer nosotros y llegar a ser bienaventurados. Nuestra fe, nuestra bienaventuranza, y todas las bendiciones que recibimos de Dios llevan el sello de la Maternidad divina de María.
Realmente el cristianismo es asombroso: hace dos mil años, en un pueblecito de las montañas de Judá del que no conocemos ni el nombre, una mujer entrada de años bendice a su joven pariente. Y las palabras de esa bendición las repetimos hoy millones de cristianos en el mundo entero cada vez que rezamos el Avemaría. Solo la acción del Espíritu Santo lo puede explicar.
La Visitación es un díptico. Primero Isabel nos ha revelado parte de la riqueza del misterio de María. Ahora la Madre del Redentor va a abrir su corazón en el canto del Magníficat. Isabel ha bendecido a María, la Madre de su Señor, María va a enderezar la bendición a Dios: a Él solo se debe la gloria. Así obrará siempre nuestra Madre.
Es desconcertante la simplicidad y la confianza con que María habla de Dios en este canto; y lo hace con un conocimiento de Dios y de su obrar que solo el Espíritu Santo ha podido darle. Un conocimiento que pone de manifiesto que su pensamiento está en profunda sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios, que su gozo es un gozarse en la obra de Dios. Escuchemos:
María exclamó:
“Proclama mi alma las grandezas del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador:
porque ha puesto sus ojos
en la humildad de su esclava.
Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones,
porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, cuyo nombre es Santo”.
La clave es que Dios ha puesto sus ojos en la humildad de María. Qué modo tan delicado de referirse a la concepción de su Hijo. La humildad de María ha atraído la mirada complacida de Dios y ha abierto amplio espacio a su obrar. En el encuentro de la mirada de Dios y la humildad de María se ha encarnado el Hijo de Dios. La Encarnación, la Maternidad Divina de María, es la gran obra de Dios.
Desde el pecado del origen, que grabó en el mundo el sello de la soberbia –de la rebelión contra Dios–, la humildad de María es el único ámbito de la creación donde Dios puede poner sus ojos para enviarnos a su Hijo. El misterio de nuestra filiación divina arraiga en la humildad de María. Por eso, si queremos que Dios ponga sus ojos en nosotros y nos mire complacidos –que es lo único verdaderamente importante en nuestra vida–, tenemos que dejar que nuestra Madre nos guíe por el camino de la humildad.
Después de revelarnos el misterio de la mirada de Dios, ahora María se centra en su misericordia. El pecado del hombre transformó el amor de Dios en misericordia, en amor que se alegra en perdonar. San Lucas lo expresa admirablemente en el capítulo 15 de su Evangelio. Es la misericordia de Dios lo que pone en marcha la Redención.
“Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen.
Desplegó el poder de su brazo;
dispersó a los soberbios de corazón;
derribó a los potentados de sus tronos
y ensalzó a los humildes;
a los hambrientos los llenó de bienes,
y a los ricos los despidió vacíos.
Acogió a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia,
como había prometido a nuestros padres,
Abraham y a su descendencia para siempre”.
El Magníficat no habla de categorías sociales ni económicas. Se mueve, como todo el Evangelio, en el horizonte escatológico, el horizonte del Juicio y de la Salvación. La misericordia de Dios es el criterio de juicio. Los soberbios de corazón, los potentados, y los ricos, son los que piensan que no tienen ninguna necesidad de la misericordia de Dios; se bastan a sí mismos. Por eso Dios, con el poder de su brazo, los dispersó, los derribó, y los despidió vacíos.
El que es humilde y desea, más que nada en este mundo, que Dios ponga sus ojos en él, que le mire con agrado. El que se sabe pecador y tiene hambre y sed de perdón, acoge la misericordia de Dios; Dios lo reconcilia con Él, lo ensalza, y lo colma de bienes.
En Jesús de Nazaret, Dios ha acogido a Israel, se ha acordado de su misericordia, y ha cumplido sus promesas. San Pablo lo expresa con fuerza:
Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en Él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en Él; y por eso decimos por Él «Amén» a la gloria de Dios.
El que acoge a Cristo Jesús acoge, como hechas a él, todas las promesas hechas por Dios, empezando por lo que había prometido a Abraham y a su descendencia para siempre; y hace de esas promesas el programa de su vida.
Lucas inició su relato en la casa de María en Nazaret y, después de la poderosa revelación que nos ha entregado, allí nos vuelve a llevar. Perfecto.
María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.
Si este primer día del encuentro entre estas dos mujeres ha sido tan asombroso, ¿cómo serían esos tres meses?
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