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Recibid el Espíritu Santo

Meditación sobre Jn 20,19-31

El primer encuentro de Jesús Resucitado con sus discípulos ocurrió, según San Juan, de esta manera:

Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con vosotros”. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también Yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.

Jesús muestra a sus discípulos las heridas de la Cruz. Esas llagas son, en el cuerpo del Resucitado, el testimonio de que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, que con sus heridas hemos sido curados. El Padre ha aceptado la ofrenda que Jesús le ha hecho de su vida por nosotros; la Sangre que ha brotado de esas heridas tiene el poder de perdonarnos los pecados y reconciliarnos con Dios. Como dice la Carta a los Hebreos:

La Sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo.

Por eso la paz y la alegría que Jesús nos trae. Una paz y una alegría que ya nada ni nadie podrá quitarle a la Iglesia de Jesucristo.

   El Hijo ha llevado a cabo la misión que el Padre le ha encargado. Las heridas de las manos y el costado en su Cuerpo Resucitado son el testimonio irrefutable de su amor y obediencia al Padre. Ahora pone esta obra en poder del Espíritu Santo para que la llevemos al mundo. A todo el que acoja en la fe al Espíritu Santo le quedarán perdonados sus pecados; y tendrá el poder de expiar y reparar –uniendo sus trabajos y sufrimientos a la Pasión de Cristo–, todo el mal que haya hecho en su vida. A los que no reciban al Espíritu Santo los pecados le quedarán retenidos. Recibir o no la obra de la Redención obrada por Jesucristo depende ahora de cada uno de nosotros. Siempre la libertad.

   Éste es el día glorioso que la humanidad esperaba desde el pecado del origen. De ese «soplo» del Señor Resucitado y de sus palabras brota el Misterio del perdón, que ha llenado de paz y alegría el corazón de tantas personas a lo largo de los siglos. ¿Qué sería nuestra vida sin este misterio? ¿Qué sería nuestra vida sin poder ser perdonados de todas nuestras ofensas a Dios, sin poder expiar el mal cometido, sin poder perdonar y reparar el daño que hemos hecho a otras personas? Qué misterio tan asombroso es este. Qué gran don de Dios es poder amar y vivir la confesión frecuente. Con el Espíritu Santo, Jesús entrega a sus apóstoles el poder divino del perdón.

Pero Tomás no estaba con ellos. Tomás será un testigo especial de la Resurrección de Jesucristo.

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”.

La atención vuelve a las llagas. Los discípulos han visto al Señor. Han visto las heridas de sus pecados en su cuerpo Resucitado. Han visto a su Redentor. No hay nada más que ver.

   La pretensión de Tomás es absurda. No se puede creer en Jesús Resucitado viendo con los propios ojos y tocando con las propias manos. La carne y la sangre no puede revelar el misterio de la Muerte y Resurrección de Jesús. Sólo Dios puede hacerlo. Hasta que Tomás no acoja la revelación de Dios, seguirá sin creer en Jesucristo.

La transformación de Tomás tendrá lugar al Domingo siguiente:

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros”. Luego dice a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”. Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío”. Dícele Jesús: “Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que no han visto y han creído”.

Qué escena tan poderosa. En mitad de la sala, entre los apóstoles, Jesucristo vivo, participando ya de la gloria de la Resurrección, y marcado con las heridas de la Crucifixión. Frente a Él Tomás, el único al que Jesús se dirige después del saludo. Qué hora tan emocionante. Una hora que contiene, con un realismo insuperable, todo el drama del cristianismo. Y Tomás, que debería haber creído el testimonio de los Apóstoles –ungidos ya con el Espíritu Santo que Jesús ha soplado sobre ellos– y no lo ha hecho, abre ahora su corazón a la gracia de Dios, y ve en las heridas de las manos y el costado de su Maestro sus propios pecados; y deja que sea el Espíritu Santo el que le revele la respuesta: «Señor mío y Dios mío».

   El Señor se dirige a nosotros. Nos dice que la fe es el camino de la bienaventuranza. Y la puerta de la fe es acoger el testimonio del Espíritu Santo y de los Apóstoles. La santidad de la Iglesia es manifestación del poder de ese testimonio. Es por ese testimonio por el que los cristianos entran en comunión profunda con Cristo resucitado.

Excursus: «Les mostró las manos y el costado»

San Pedro, en la primera de sus Cartas, invitándonos a seguir las huellas de Cristo, nos dice:

Subiendo al madero,

Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo,

a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia;

y por sus llagas fuisteis sanados.

Las heridas de los clavos y la lanza, en el cuerpo de Cristo Resucitado, son la garantía de que la muerte en la Cruz es el Sacrificio Redentor; que no es una injusticia más a lo largo de la historia. La Resurrección es la garantía de que el Padre ha acogido la ofrenda que de su vida le ha hecho Jesús por nosotros y, por eso, es portadora de la paz que Jesús nos trae. Las llagas de las manos y el costado son el testimonio de que no hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos. Y de que la Pasión es el camino de la Resurrección. No hay otro camino.

   Las señales de la Pasión nos garantizan que hemos sido perdonados de nuestros pecados. Y nos garantizan también que, uniendo nuestros trabajos y fatigas, dolores y sufrimientos, a los de Cristo, cooperamos con Él en la reparación de todo el mal que hemos hecho en la vida con nuestros pecados. Dios acepta esa reparación nuestra. La Pasión de Cristo es una gran manifestación de la comprensión y delicadeza con la que Dios nos trata, que nos da el poder de unir nuestros sufrimientos a los del Señor para el bien de los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación en Cristo Jesús con la gloria eterna.


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