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Padre, glorifica tu Nombre

 Meditación sobre Jn 12,20-36


Justo después de la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén pocos días antes de la Pasión, San Juan nos dice:


Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: “Señor, queremos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.


Estos son los primeros griegos que vienen a encontrarse con Jesús, que quieren verlo. Desde estos primeros será incontable el número de no judíos –es lo que «griego» significa en el Evangelio– que quieran ver a Jesús, y a los que ese encuentro les cambiará la vida. Qué bien expresada está lo que va a constituir la misión de los apóstoles de Jesús en la Iglesia: llevarnos al encuentro con Jesús.


La respuesta de Jesús va a manifestar que no es mera curiosidad la de estos hombres. Su deseo le da ocasión al Señor para dejarnos una poderosa revelación:


Jesús les respondió: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde Yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará”. 


Ha llegado la hora que la creación esperaba desde el pecado del origen; la hora en la que Dios va a aceptar la ofrenda de la vida que le va a hacer su Hijo Jesús y lo va a Exaltar sentándolo, dirá la Carta a los Hebreos, a la diestra de su Majestad en las alturas. Es como si la llegada de algunos griegos queriendo ver a Jesús hubiese sido la señal que el Señor estaba esperando. Es también la hora en la que el Hijo del hombre nos va a revelar tres cosas de la mayor importancia. Es una enseñanza que introduce de modo solemne con el «En verdad, en verdad os digo».

   En la primera enseñanza Jesús recurre a la preciosa imagen del grano de trigo que, si no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El fruto de la Muerte y Sepultura de Jesús – su «caer en tierra»– ha sido la Redención; y a todo el que acoja su sacrificio el Señor le dará el poder de llegar a ser hijo de Dios. 

   Luego Jesús pone ante nuestra libertad la elección radical, la que nos abre la puerta de la vida eterna. Y nos dice que quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por Él, ése la guardará para una vida eterna. De cada uno depende.

   La tercera enseñanza que Jesús nos deja presupone su glorificación. Jesús glorificado nos hará capaces de seguirlo para estar con Él para siempre; donde Él esté. Y nos hará capaces de poner nuestra vida a su servicio –que es hacerlo al servicio de la Redención y de la glorificación de Dios–. Así nos haremos acreedores a la honra del Padre. Qué dignidad tan grande nos espera.


Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre; que es la hora en que Jesús se va a sumergir hasta lo más profundo del abismo del pecado. Por eso ha llegado también la hora de la angustia del alma de Jesús:


“Ahora mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre”. Vino entonces una voz del cielo: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”. 


Lo que mueve la vida de Cristo es la plena glorificación del Padre, la plena revelación de su amor por nosotros. El Padre acoge el deseo de su Hijo de que glorifique su Nombre. El Padre ya ha glorificado su Nombre enviándonos a su Hijo; la Exaltación de Jesucristo será la glorificación plena. Para esto ha llegado el Señor a esta hora. Lo terrible de la hora en que Jesús expía el pecado del mundo, para que en la vida nueva todo resplandezca con la gloria del Nombre de Dios, lo pone de relieve la turbación de su alma; turbación que le lleva a plantearse el pedir al Padre que le libre de esa hora.

   Al final, como en Getsemaní, el amor al Padre, la obediencia y la humildad, se imponen. Acogiendo nuestro pecado, Jesús está glorificando el Nombre del Padre. 


Jesús continúa con su poderosa revelación:


La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: “Le ha hablado un ángel”. Jesús respondió: “No ha venido esta voz por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Decía esto para significar de qué muerte iba a morir.


La voz del cielo deja claro que ha llegado la hora del juicio de este mundo, la hora de que Satanás, que lo domina desde el pecado del origen, sea echado fuera, la hora de que Jesucristo sea levantado en la Cruz y en la Resurrección, la hora en la que será glorificado el Hijo del hombre. Entonces atraerá hacia Él a todo el que desee de todo corazón que Dios Padre glorifique su Nombre, que manifieste plenamente su amor por nosotros, y nos dé a participar de la Resurrección de Jesús.


Algún tiempo atrás, predicando en el Templo de Jerusalén, Jesús nos reveló:


“Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.


Con el horizonte de estas palabras seguimos escuchando el relato de San Juan. Ante la pregunta que le van a hacer el Señor pasa por alto la curiosidad de la gente y se detiene en un tema de una importancia extrema. 


La gente le respondió: “Nosotros sabemos por la Ley que el Cristo permanece para siempre. ¿Cómo dices tú que es preciso que el Hijo del hombre sea levantado? ¿Quién es ese Hijo del hombre?” 

   Jesús les dijo: “Todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros. Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; el que camina en tinieblas, no sabe a dónde va. Mientras tenéis luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz”. Dicho esto, se marchó Jesús y se ocultó de ellos.


El camino del cristiano, de cada cristiano, es un largo camino. Un camino que comienza con la revelación que Jesucristo nos hace: “Yo soy la luz del mundo”, y con la invitación a seguirlo para no andar en tinieblas y tener la luz de la vida. Un camino que culmina en la fe en la luz y en el llegar a ser hijos de la luz.

   Jesús nos revela que el tiempo para decidirnos por la luz, para caminar en la luz, es corto y, si nos descuidamos, nos sorprenderán las tinieblas. El tema de la brevedad de la vida, del poco tiempo para caminar en la luz, es un tema que las Escrituras de Israel tratan con frecuencia. Así, por ejemplo, en el Salmo 39:


Hazme saber, Señor, mi fin, 

y cuál es la medida de mis días, 

para que sepa yo cuán frágil soy. 

Oh sí, de unos palmos hiciste mis días, 

y mi existencia cual nada es ante ti.

Sí, es sólo un soplo todo hombre que vive, 

nada más una sombra el humano que pasa. 

Sólo un soplo las riquezas que amontona, 

sin saber quién las recogerá. 

Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar? 

En ti está mi esperanza.


Qué oración tan sentida; qué clara la conciencia que el salmista tiene de la brevedad y fragilidad de su vida; con qué confianza pone su esperanza en Dios. ¿En quién otro podría esperar?

   Jesús nos invita, como hace tantas otras veces, a vivir en vigilia porque todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre nosotros y, mientras tenemos la luz, podemos creer en la luz que es Él, para llegar a ser hijos de la luz. Esta es la vida que se abre a la eternidad.



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