Meditación sobre Rom 12,9-21
San Pablo comienza la parte de la epístola que dedica a la conducta del cristiano con una revelación muy poderosa. Para entender las palabras del Apóstol, tenemos que escuchar antes el diálogo que nos ha dejado San Juan entre Jesús y la mujer samaritana. Primero habla la samaritana:
Le dijo la mujer: “Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el lugar donde se debe adorar está en Jerusalén”.
Le respondió Jesús: “Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación procede de los judíos. Pero llega la hora, y es ésta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque así son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu, y los que le adoran deben adorar en espíritu y en verdad”.
Los adoradores que el Padre busca son los que le adoran en espíritu y en verdad, un culto que se realiza bajo el impulso del Espíritu en la verdad de Jesús. Los verdaderos adoradores son los que dejan que su vida entera sea convertida en un acto de adoración al Dios que es espíritu. Una vez que ha llegado la hora, San Pablo nos va a invitar a que pongamos nuestra vida al servicio de Dios. Quien quiera ser cristiano ha de serlo para Dios, haciendo de su vida una ofrenda que Dios acoja con agrado:
Os exhorto pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.
Qué palabras tan consoladoras. Nuestra vida, profundamente transformada, puede ser ofrecida a Dios como un sacrificio vivo y santo, que Él acoge con agrado. Qué valor debe tener nuestra vida a los ojos de Dios. Por eso la importancia de no acomodarse al mundo presente, de dejar que Dios nos transforme para que podamos distinguir cuál es su voluntad, lo que Él considera bueno, agradable, perfecto.
El Apóstol nos va a decir ahora que la adoración en espíritu y en verdad que el Padre busca en nosotros se manifiesta en la caridad. Esta es la regla de la vida cristiana. La clave de todo lo que nos va a decir San Pablo se contiene en unas palabras que le vamos a escuchar enseguida: como quienes sirven al Señor:
Vuestra caridad sea sincera, aborreciendo el mal, adhiriéndoos al bien, amándoos los unos a los otros con amor fraternal, estimando en más cada uno a los otros. Sed diligentes sin flojedad, fervorosos de espíritu, como quienes sirven al Señor. Vivid alegres en la esperanza, pacientes en la tribulación, perseverantes en la oración. Subvenid a las necesidades de los santos, sed solícitos en la hospitalidad.
Qué palabras tan preciosas. Qué programa de vida nos presentan. Todo movido por el deseo de servir al Señor que se manifiesta en la caridad sincera. Hay que escuchar estas palabras del Apóstol, meditarlas en la oración, guardarlas en el corazón y vivirlas. Y la caridad grabará en todas las dimensiones de nuestro vivir el sello del servicio al Señor, de hacerlo todo para la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Pablo sigue considerando lo que significa servir al Señor:
Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis. Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. Tened un mismo sentir los unos para con los otros, sin complaceros en la altivez, atraídos más bien por lo humilde. No os complazcáis en vuestra propia sabiduría.
La clave es que servimos al Señor en cada persona, empezando por los que nos persiguen. ¿Cómo? Bendiciendo. San Lucas nos dice que Jesús se despidió de sus discípulos bendiciéndolos:
Los sacó hasta cerca de Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.
La bendición del cristiano hace presente la bendición con la que Cristo resucitado envolvió el mundo mientras era llevado al cielo.
El servir al Señor nos lleva a tener un mismo sentir los unos para con los otros. El servicio a Jesús es un vínculo de unión con Él y entre nosotros.
Servir al Señor, que es manso y humilde de corazón, es completamente incompatible con la altivez y con la autocomplacencia; nos lleva a vivir la vida de Cristo, que no ha venido a ser servido, sino a servir. Así hallaremos descanso para nuestras almas.
San Pablo termina esta página:
No devolváis a nadie mal por mal: buscad hacer el bien delante de todos los hombres. Si es posible, en lo que está de vuestra parte, vivid en paz con todos los hombres. No os venguéis, queridísimos, sino dejad el castigo en manos de Dios, porque está escrito: Mía es la venganza, yo retribuiré lo merecido, dice el Señor. Por el contrario, si tu enemigo tuviese hambre, dale de comer; si tuviese sed, dale de beber; al hacer esto, amontonarás ascuas de fuego sobre su cabeza. No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien.
El mal solo triunfa por el contagio del mal. Cuando el mal es vengado, lo único que sucede es que crece, en lugar de ser reprimido. Devolviendo mal por mal el único que sale vencedor es el mal. Los cristianos somos vencidos, no por el mal que padecemos, sino por el que cometemos. Por el contrario, si perdonamos, el mal es vencido porque es impotente para propagarse. Nuestro verdadero adversario es el mal. Por eso le pedimos a nuestro Padre Dios: «líbranos del mal». Esta es la gran lección que Cristo nos ha dejado en la Cruz. San Pedro, en la primera de sus Cartas, lo expresa con una fuerza particular:
También Cristo padeció por vosotros,
dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas.
Él no cometió pecado,
ni en su boca se halló engaño.
Al ser insultado, no respondía con insultos;
al ser maltratado, no amenazaba;
sino que ponía su causa en manos del que juzga con justicia.
Subiendo al madero,
Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo,
a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia;
y por sus llagas fuisteis sanados.
Porque erais como ovejas descarriadas,
pero ahora habéis vuelto al Pastor
y Guardián de vuestras almas.
El mal no pasa al otro lado de la Cruz, al ámbito del Resucitado. Todo el mal de la historia muere en el corazón del Crucificado, que pone su vida en manos de del Padre Justo, y transforma el mal en oración de intercesión:
Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Servir a Jesucristo es inseparable de vivir para el misterio del bien.
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