Meditación sobre Mc 14,53-65
En Getsemaní, en la oscuridad de la noche, Jesús ha dejado claro que el dejarse detener sin oponer resistencia por aquel tropel de gente con espadas y palos enviados por los príncipes de los sacerdotes, por los escribas y por los ancianos, tenía solo una finalidad: «para que se cumplan las Escrituras». Jesús está llevando a cabo la voluntad del Padre. Por eso el prendimiento. Esa será también la razón última de lo que va a suceder ahora:
Llevaron a Jesús ante el sumo sacerdote, y se reúnen todos los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas. Pedro lo había seguido de lejos hasta dentro del palacio del sumo sacerdote, y estaba sentado con los criados, calentándose al fuego.
En esta doble escena de los ancianos y escribas en el palacio del sumo sacerdote, y de los criados en el patio calentándose al fuego, la figura de Pedro resulta patética. Qué pena da verlo allí, solo, procurando no alejarse demasiado de la persona de Jesús.
El relato va a dejar claro enseguida que aquello, de juicio, solo tiene la apariencia. Que la sentencia de muerte contra Jesús había sido dictada hacía ya tiempo. De hecho los evangelios, cada uno a su modo, son un largo juicio a Jesús en el que la sentencia está decidida desde el principio. Jesús lo sabe, y les ha hecho saber muchas veces a las autoridades de Israel que lo sabe. Pero Él ha venido al mundo a obedecer a su Padre y llevar a cabo la obra que el Padre le ha encargado. Eso es lo que está haciendo. Por eso se presta al juego.
Los sumos sacerdotes y el Sanedrín entero andaban buscando contra Jesús un testimonio para darle muerte; pero no lo encontraban. Pues muchos daban falso testimonio contra él, pero los testimonios no coincidían. Algunos, levantándose, dieron contra él este falso testimonio: “Nosotros le oímos decir: Yo destruiré este santuario hecho por hombres y en tres días edificaré otro no hecho por hombres”. Y tampoco en este caso coincidía su testimonio.
El Sanedrín era muy puntilloso en las cosas del procedimiento legal, y se necesitaban dos testigos con testimonios coincidentes. No los encuentran. El sumo sacerdote decide tomar la iniciativa:
Entonces, se levantó el sumo sacerdote y poniéndose en medio, preguntó a Jesús: “¿No respondes nada? ¿Qué es lo que éstos atestiguan contra ti?” Pero Él seguía callado y no respondía nada.
El libro del Eclesiastés dice que todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo. Y dice también: tiene su tiempo el callar, y su tiempo el hablar. Jesús lleva años hablando. Ese tiempo ha terminado. No va a entrar en ninguna otra polémica. Por eso le llega el tiempo de hablar al sumo sacerdote, y de hacerle a Jesús la única pregunta que importa, la única que el sumo sacerdote de Israel tiene autoridad para hacerle, la única a la que el Señor responderá:
El sumo sacerdote le preguntó de nuevo: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?” Y dijo Jesús: “Yo soy. Y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo”.
Ya está dicho todo. Ya no hay nada más que decir: Jesús es Cristo, el Hijo de Dios. Para entregarnos esta revelación ha venido al mundo. Y todo lo que Jesús dice y hace –incluyendo la Pasión– se orienta a dar sentido y valor a estas palabras suyas, que contienen todo su ser y su obrar. Ya no hay más que hablar, ahora lo único que tenemos que hacer es acoger las palabras de Cristo en la fe y dejar que gobiernen nuestra vida. Entonces llegará un día en que veremos al Hijo del hombre, sentado a la derecha de su Padre Dios, y envuelto en su gloria. Será un día gozoso. Dos mil años de santidad en la Iglesia nos lo garantizan.
El silencio de Jesús obliga al sumo sacerdote a ir a lo esencial: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?» Solo Jesucristo puede contestar, porque no hay modo de pasar del hombre Jesús al Cristo, el Hijo del Bendito. Solo Él puede saberlo. Solo en la respuesta de Jesús a esta pregunta podemos encontrar la salvación. Este encuentro de Jesús con el sumo sacerdote estaba esperando desde que el Señor comenzó la predicación del Reino de Dios.
Éste es el encuentro clave en la historia de Israel. Me parece que la respuesta de Jesús ante la pregunta que el sumo sacerdote le hace, es como una deuda que Dios tenía con su pueblo Israel: revelarles plenamente el misterio del Mesías. Para que cada uno pueda elegir. Porque Jesús es signo de contradicción. Y, en cierto sentido, esta es también una deuda que Dios tenía con nosotros, porque es la pregunta clave en la historia de la Salvación.
El desenlace del encuentro de Jesús con el sumo sacerdote:
El sumo sacerdote se rasga las túnicas y dice: “¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?” Todos juzgaron que era reo de muerte.
La respuesta que Jesús da a la pregunta del sumo sacerdote sólo puede ser aceptada en la fe, o rechazada como blasfemia; ver en Jesús al Cristo, al Hijo de Dios que vendrá con todo su poder a traernos la vida que recibe del Padre, o considerarlo un blasfemo y, por eso, reo de muerte.
Todos veremos al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo. Todos. También el sumo sacerdote y los que están con él en aquella, sala pensando –pobres– que están juzgando a Jesús. Será un día glorioso. Pero ahora estamos en la hora de la humildad del Señor que, en otro sentido, es también una hora gloriosa:
Algunos se pusieron a escupirle, le cubrían la cara y le daban bofetadas, mientras le decían: «Adivina», y los criados le recibieron a golpes.
Jesús comienza a recorrer el camino que le llevará a sentarse a la diestra de Dios y a venir entre las nubes del cielo. La puerta por la que entra en ese camino es la humildad. No hay otra puerta. Jesús es tratado con un salteador en Getsemaní, es objeto de falsos testimonios delante de todo el Sanedrín, es acusado de blasfemo por el sumo sacerdote, condenado, escupido, abofeteado, y sometido a todo tipo de burlas. La puerta por la que Jesús entra en el camino que le llevará a la gloria es la humildad. No hay otra puerta.
Si lees los relatos de la Pasión de Jesús en los cuatro evangelios, y te vas deteniendo en las burlas a las que fue sometido, y que Él aceptó humildemente, me parece que esa cantidad enorme de desprecio que recibió irá grabando en tu corazón el sello del desagravio; el deseo de aprovechar todas las oportunidades posibles para expiar esas burlas. Así el día adquiere un relieve especial: es tiempo de satisfacción y desagravio; y una genuflexión ante el Santísimo se convierte en un acto de reparación que llena el corazón de gozo.
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