Meditación sobre Mc 14,22-25
Estamos en el Cenáculo; Jesús celebra la Pascua con sus discípulos. Esa Pascua a la que Lucas se refiere en su relato de la Pasión:
“Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios”.
El relato de Marcos de la Cena de Jesús:
Mientras cenaban tomó pan, y después de pronunciar la bendición lo partió, se lo dio a ellos, y dijo: “Tomad, esto es mi cuerpo”. Tomó luego el cáliz, y dadas las gracias, se lo dio y bebieron todos de él. Y les dijo: “Ésta es mi Sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios”.
Pocas horas después, en el Calvario, Jesús manifestará el realismo de sus palabras. Su Exaltación a la derecha de Dios pondrá de relieve que el Padre ha aceptado la ofrenda que Jesús le hace de su vida por nosotros. Por eso la referencia al cumplimiento de su Pascua en el Reino de Dios.
Las palabras de Jesús sobre su sangre derramada nos llevan al origen, a la historia de Caín y Abel. El libro del Génesis nos dice que ambos hermanos han hecho una oblación a Dios de los frutos de su trabajo; y nos dice también:
Dios miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación, por lo cual se irritó Caín en gran manera y se abatió su rostro.
Dios sabe lo que se está fraguando en el corazón de Caín, e intenta evitar que derrame la sangre de su hermano:
Yahveh dijo a Caín: “¿Por qué andas irritado, y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado, acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar”.
Dios revela a Caín lo que está en juego, y cómo él va a ser la verdadera víctima. Pero fue en vano. Caín no escuchó las palabras de Dios:
Caín dijo a su hermano Abel: “Vamos afuera”. Y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató.
Éste es el fruto de no escuchar la palabra de Dios. Qué hora tan terrible. Por primera vez la tierra abre su boca para recibir, de la mano de un hombre, la sangre derramada de su hermano. En los albores de la creación, el poder del pecado, esa fiera que está a la puerta del corazón del hombre y a la que hay que dominar, comienza a manifestar su poder; un poder crecerá en la historia con extraordinaria fuerza y transformará el mundo en un gigantesco mar de sangre derramada.
Dios ha sido testigo de la sangre derramada:
Yahveh dijo a Caín: “¿Dónde está tu hermano Abel?” Contestó: “No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?” Replicó Yahveh: “¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a Mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano”.
La sangre de Abel clama a Dios desde el suelo. El pecado, y la sangre inocente derramada que es su fruto, ha roto la alianza que Dios estableció con el hombre en la Creación. Ahora Dios escucha el clamor de la sangre de Abel y le hará justicia. Eso es lo que pone en marcha la obra de la Redención. Será un largo camino que nos llevará desde la sangre derramada de Abel hasta la Sangre derramada de Cristo, Sangre de la Alianza, en la que Dios reconciliará el mundo consigo.
En ese largo camino, la Alianza del Sinaí es un momento clave. La Carta a los Hebreos lo dice así:
Así tampoco la primera Alianza se inauguró sin sangre. Pues Moisés, después de haber leído a todo el pueblo todos los preceptos según la Ley, tomó la sangre de los novillos y machos cabríos con agua, lana escarlata e hisopo, y roció el Libro mismo y a todo el pueblo diciendo: “Ésta es la sangre de la Alianza que Dios ha dispuesto para vosotros”.
La sangre de las víctimas simboliza la Alianza de Dios –cuya presencia se expresa en el Libro que contiene su palabra– con su pueblo. Desde ese día la sangre de los sacrificios del culto de Israel hará memoria de la Alianza de Dios con su pueblo, mantendrá el recuerdo de la sangre derramada del justo Abel, y avivará la esperanza de una sangre que hable mejor que la de Abel y tenga el poder de reconciliarnos plenamente con Dios para siempre. Ésta es la Sangre de Cristo. En una admirable síntesis, la Carta a los Hebreos, dice:
Se presentó Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el Santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia Sangre, consiguiendo una Redención eterna.
Jesucristo Resucitado se presenta delante del Trono de Dios con su propia Sangre consiguiendo, de una vez para siempre, la Redención eterna. Todo el que acoja en la fe el misterio de la Sangre de Cristo será reconciliado con Dios como hijo. Por eso, en la Última Cena Jesús dice: “Esta es mi Sangre de la Alianza, que es derramada por muchos”.
La Carta continúa:
Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la Sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!
El Espíritu de Dios inspira la ofrenda de Cristo que, en cuanto Hijo de Dios, transforma el sufrimiento de la Pasión en amor y obediencia filial al Padre. Esa ofrenda de Cristo tiene el poder de purificar de las obras muertas –de los pecados– nuestra conciencia. Solo esa ofrenda. Así la Sangre de Cristo nos hace capaces de rendir culto al Dios vivo; transforma nuestra vida en una ofrenda que Dios acoge con agrado. El que se presentó Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros nos da el poder de llegar a ser sacerdotes de nuestra propia existencia, de ofrecer día a día nuestra vida al Padre en el altar de nuestro corazón. Qué relieve y valor alcanza nuestra vida ordinaria.
Jesucristo nos deja el misterio de su Sangre de la Alianza en el Sacrificio Eucarístico. Cada vez que se vive la Eucaristía, la Sangre derramada de Cristo empapa la tierra y la introduce en el misterio de la Redención. Es la respuesta de Dios al clamor de la sangre inocente –tantísima– que se derrama cada día. ¿Quieres escuchar esta respuesta? Vive el Sacrificio Eucarístico. ¿Quieres participar de ella? Déjate transformar por la Eucaristía. ¿Quieres ver presente la compasión de Dios en nuestro mundo hoy? Dedica un tiempo a la oración ante Jesús en el Sagrario.
Pero en el misterio de la Sangre derramada de Cristo descubro también mi participación en la violencia del mundo. Ninguna violencia me es ajena. De algún modo, toda sangre derramada tiene algo que ver con mis pecados.
Ante el panorama de la historia, sólo la Sangre de Cristo puede fundar la esperanza; puede asegurarnos que la compasión de Dios es más fuerte que la mentira y la violencia del mundo; que la muerte no tiene la última palabra; que todo sufrimiento tiene valor redentor a los ojos de Dios; que nada se pierde. Dios se acuerda de toda sangre derramada porque, en Cristo, Dios derrama su propia Sangre.
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