Meditación sobre Mc 14,32-42
En el Cenáculo, a punto de encaminarse al Huerto de los olivos, Jesús dice a sus discípulos:
“Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí”.
La Pasión a la que Jesús se encamina es el testimonio que nos deja del amor a su Padre y de su obediencia, de que obra según el Padre le ha ordenado. Nadie le fuerza, nadie le impone nada, ni el Príncipe de este mundo, ni el sanedrín, ni Pilatos, ni nadie. Jesús sufrió la Pasión porque, cuando llegó la hora determinada por su Padre Dios, serena y deliberadamente se sometió al sufrimiento. Eso es Getsemaní:
Van a una propiedad, cuyo nombre es Getsemaní, y dice a sus discípulos: “Sentaos aquí, mientras yo hago oración”. Toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, y comenzó a sentir pavor y angustia. Y les dice: “Mi alma está triste hasta el punto de morir; quedaos aquí y velad”.
Jesús se encamina a la oración; y abre su alma al pavor, a la angustia y a la tristeza de muerte. Pide a Pedro, a Santiago y a Juan que velen con Él; le dejarán solo. Pero Jesús no está solo; nunca está solo. Él es el Hijo que está siempre con el Padre; y al Padre se va a dirigir en esta hora dramática con una oración especialmente preciosa:
Y adelantándose un poco, caía en tierra y suplicaba que a ser posible pasara de Él aquella hora. Y decía: “¡Abbá, Padre! Todo es posible para ti: aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que Yo quiero, sino lo que quieras Tú”.
Getsemaní es un misterio insondable. Jesús, derrumbado por la tristeza, el pavor, y la angustia, está a solas con su Padre Dios. Se dirige a Él con la expresión familiar del Hijo, y con plena confianza en su poder.
En Getsemaní solo están la voluntad del Padre y la voluntad de Jesús. La voluntad del Padre para Jesús está expresada en la referencia a la hora y al cáliz; es tan terrible que Jesús suplica que, si es posible, pase de Él aquella hora : “¡Abbá, Padre! Todo es posible para Ti: aparta de mí este cáliz”. Qué oración tan misteriosa. ¿Qué hay en ese cáliz que el Padre, a pesar del dramatismo de la petición y de su poder, no lo aparta de su Hijo? ¿Qué hay en esa hora que Jesús recurre al poder de su Padre y le suplica para no tener que vivirla?
Me parece que la mejor aproximación –dicho esto con todas las cautelas– al misterio absolutamente insondable de la oración en el Huerto es la página central del cuarto Canto del Siervo del libro de Isaías (Is 52,3-6). En este Canto aparece la revelación, nueva en el AT y esencial en el Evangelio, de que el sufrimiento de un hombre inocente pueda ser aceptado por Dios como expiación por los pecados de otros hombres. Escuchemos. El Canto está hablando del Siervo:
Despreciable y desecho de hombres,
varón de dolores y experimentado en el sufrimiento;
como uno ante quien se oculta el rostro,
despreciable, y no le tuvimos en cuenta.
¡Y con todo eran nuestras dolencias
las que él llevaba
y nuestros dolores los que soportaba!
Nosotros le tuvimos por azotado,
herido de Dios y humillado.
Pero él ha sido herido por nuestras rebeldías,
molido por nuestras culpas.
Él soportó el castigo que nos trae la paz,
y en sus llagas hemos sido curados.
Todos nosotros como ovejas errábamos,
cada uno seguía su propio camino,
y el Señor descargó sobre él
la culpa de todos nosotros.
Jesús, que no conoció pecado, fue hecho pecado por nosotros. Hay que escuchar el Canto con atención o, más que con atención, con reverencia. Los protagonistas son Dios y el Siervo. Hay que detenerse en en cómo, porque es designio de Dios, el pecado de la historia descarga sobre su Siervo; y hay que hacerlo viendo el rostro amabilísimo de Jesús detrás de cada afirmación. Jesús abre su corazón a nuestros pecados, para transformarlos por el amor y la obediencia a su Padre Dios. Hay que escuchar el Canto hasta llegar a esta terrible afirmación:
«y el Señor descargó sobre él
la culpa de todos nosotros».
Esto es la Redención. Cada uno tenemos que aprender a reconocer nuestras culpas en el cuerpo del Crucificado. Qué misterio tan asombroso. Qué valor debemos tener a los ojos de Dios. Cuánto nos debe querer.
San Pablo nos dice en la segunda Carta a los Corintios:
Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo... Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo... A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en Él.
Jesús experimentó lo que significa el pecado a los ojos de un Dios que es Santidad y Amor. Ése es el cáliz que apurará hasta la última gota. Por nosotros. Para darnos el poder de llegar a ser justicia de Dios –santos– en Él. En el amor y obediencia de su oración, Jesús expía todo el odio y la desobediencia a Dios del pecado. El relato continúa:
Viene entonces y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: “Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Y alejándose de nuevo, oró diciendo las mismas palabras. Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados; ellos no sabían qué contestarle.
Jesús ha vivido su oración solo. Si las palabras que ahora dirige a Pedro se sacan de su contexto de Getsemaní, entonces se entienden como un proverbio o una máxima de sabiduría. Pero no es un consejo sapiencial, sino una confidencia de hombre a hombre que tiene dimensión escatológica, que se abre a la hora del juicio. En el Huerto Jesús ha conocido el horror del Dios Santo ante el pecado del hombre, y le dice a Pedro que sólo con la vigilia y la oración podrán mantenerse firmes y evitar caer bajo el poder del pecado. Y Él se aleja de sus discípulos y vuelve a la oración. Y lo hará una tercera vez. Qué manera de subrayar la importancia de su consejo.
Viene por tercera vez y les dice: “Ahora ya podéis dormir y descansar. Basta ya. Llegó la hora. Mirad que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos! ¡vámonos! Mirad, el que me va a entregar está cerca”.
Jesús ha recuperado el dominio. Ahora se encamina decidido a cumplir la voluntad del Padre, y, con plena libertad, se dejará entregar en manos de los pecadores, porque sabe que ha llegado la hora. Comienza la Pasión.
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