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Bienaventuranzas y «ayes»

Meditación sobre Lc 6,12-26


Los evangelios nos hablan con frecuencia de la vida de oración de Jesús; en esta página, Lucas nos dice:


En aquellos días salió al monte a orar y pasó toda la noche en oración a Dios. 


Qué expresión tan poderosa. Jesús, a solas en el monte, envuelto en la oscuridad y el silencio, pasa toda la noche en oración a Dios. Con esa oración comenzará una etapa decisiva de la Redención, una etapa que arrancará con la elección de los Apóstoles. La luz del nuevo día iluminará ya un nuevo mundo:


Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos y de entre ellos eligió a doce, a los que denominó apóstoles: Simón, a quien también llamó Pedro, y su hermano Andrés, Santiago, Juan, a Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago de Alfeo, Simón, llamado Zelotes, Judas de Santiago y a Judas Iscariote, que fue el traidor. 


Los Doce son elegidos de entre los discípulos y, enseguida, reciben el apelativo de «apóstoles». Hay clara distinción entre los discípulos en general y el grupo de los Doce, a los que Jesús elige nominal y personalmente. La referencia al traidor –elegido también–, proyecta la sombra de la Cruz sobre este día. La Cruz marca el camino que Jesús va a recorrer con sus apóstoles, y pone el sello definitivo a esta elección.

   Con la institución del Colegio Apostólico comienza la etapa definitiva del Evangelio. A partir de ahora Jesús realiza su misión acompañado de sus apóstoles. Parte fundamental de la misión de Jesús será formar a estos hombres para cuando llegue el día en que pueda enviarlos, con la asistencia del Espíritu Santo, a llevar el Evangelio al mundo. Nuestro ser cristianos hoy tiene mucho que ver con ese día en el que Jesús eligió a sus apóstoles. 


Bajando con ellos, se detuvo en un lugar llano. Había una multitud de sus discípulos, y una gran muchedumbre del pueblo procedente de toda Judea y de Jerusalén y del litoral de Tiro y Sidón, que vinieron a oírle y a ser curados de sus enfermedades. Y los que estaban atormentados por espíritus impuros quedaban curados. Toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos.


Bajando con ellos. Jesús ha subido al monte a encontrarse con su Padre Dios Él solo, y ahora baja, acompañado de los Doce, a sumergirse en ese mar de gente que le espera. Qué escena tan emocionante. Entre esa gente de toda procedencia que quiere oír al Señor, ser curada por Él y, sobre todo, tocarle porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos, estamos nosotros, todos los que queremos recibir la fuerza de la Redención que Jesús nos trae del Padre.


Jesús es el Redentor. Ha venido al mundo, enviado por su Padre Dios, a traer la Salvación al que quiera recibirlo. Las palabras que le vamos a escuchar ahora expresan este misterio; expresan la alegría de Dios ante los que acogen la Salvación –los «bienaventurados»– y, enseguida lo veremos, expresan su tristeza ante los que están en camino de condenarse –los «ayes»–. Son las palabras de Jesús las que nos ponen delante la elección y nos invitan a elegir la senda de los bienaventurados, que es la senda que Él ha recorrido en esta tierra.


Y Él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: “Bienaventurados los pobres, 

porque vuestro es el Reino de Dios” . 


En el Cenáculo, a punto de partir al encuentro con la Cruz, Jesús nos dice cuál es su riqueza, su única riqueza, la riqueza que ha venido a traernos: 


“Como el Padre me amó, Yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como Yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor”.


La única riqueza que se abre a la vida eterna es el Amor que nos tiene el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Todo lo demás está marcado con el sello de la muerte; de todo lo demás se puede prescindir –es más, se debe prescindir– para permanecer en el Amor de Dios. Solo así llegaremos a poseer en herencia el Reino de Dios y a ser bienaventurados. 


El Señor continúa:


“Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, 

porque seréis saciados”. 


Si le preguntas a Jesús: «Señor, ¿qué hambre tienes tú? ¿de qué tienes verdadera hambre?» El Señor nos dirá: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra». Solo de esto tiene hambre Jesús; de todo lo demás puede privarse; es más, se priva con frecuencia. El hambre de Jesús solo su Padre Dios puede saciarla. Eso será la vida eterna. Ningún otro deseo tiene el poder de saciar el hambre del corazón humano, porque está marcado con el sello de la muerte. 


La tercera bienaventuranza hace referencia a las lágrimas:


“Bienaventurados los que lloráis ahora, 

porque reiréis”. 


Vamos a detenernos en lo que San Lucas nos dice de las lágrimas que Jesús derramó al acercarse a Jerusalén. Fue el día en el que el Señor se presentó ante las puertas de la ciudad como Mesías:


Y cuando se acercó, al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: “¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz! Sin embargo, ahora está oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que no sólo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha hecho”.


Las terribles palabras de Jesús son profundamente reveladoras: Jesús llora ante la incredulidad de su pueblo, por la cerrazón a conocer el tiempo de la visita que se le ha hecho, que es lo que puede llevarle a la paz; Jesús llora ante la cercana catástrofe de Jerusalén. Las lágrimas de Jesús son verdaderamente conmovedoras. Es como si el Hijo de Dios se hubiera hecho hombre para poder llorar por Israel con corazón y lágrimas humanas. A partir de este llorar de Jesús ninguna lágrima noble, ninguna lágrima cuyo motivo último sea la salvación de las almas, se derramará en vano; es más, ahora las lágrimas humanas –tantísimas a lo largo de los siglos– son una bienaventuranza y una garantía de que llegará el día en el que reiremos. Para toda la eternidad. 


La última bienaventuranza: 


“Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataban sus padres a los profetas”.


La última de las bienaventuranzas me parece que adquiere todo su relieve con las palabras que Jesús dirige a sus discípulos en el Cenáculo, que hacen eco al «por causa del Hijo del hombre»:


“Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque Yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo”. 


Jesús es el primer odiado, y la fuente del odio del mundo a sus discípulos. Que el mundo nos odie nos da la seguridad de que el Señor nos ha elegido y sacado del mundo. Por eso de la experiencia de ese odio del mundo se puede seguir la alegría, el saltar de gozo, y la segura esperanza de que nuestra recompensa será grande en el cielo. Además nos introduce en la gran familia de los profetas de Israel.


En fuerte contraste con las «Bienaventuranzas», los «Ayes», que expresan el dolor de Jesús por el comportamiento de unos hombres que llevan camino de condenarse:


“Pero ¡ay de vosotros, los ricos,

porque habéis recibido vuestro consuelo!

¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos, 

porque tendréis hambre! 

¡Ay de los que reís ahora, 

porque tendréis aflicción y llanto! 

¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas!”


Jesús habla siempre en el horizonte escatológico, el horizonte de la última hora, el horizonte de la salvación o de la condenación. Él no hace sociología. Los «ayes» de Jesús son una invitación a la conversión. El Señor sabe que su Padre Dios quiere que todos los hombres se salven, y Él ha venido al mundo a salvar, no a condenar. 


Si escuchas con atención a Jesús, necesariamente te tienes que preguntar: Yo, en esta vida, ¿de quién espero recibir la recompensa? ¿de quién aguardo el consuelo? En la respuesta a esa doble pregunta nos lo jugamos todo.



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