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En la sinagoga de Nazaret

Meditación sobre Lc 4,14-30


San Lucas nos presenta el comienzo de la vida pública de Jesús en el marco del bautismo de Juan:


Se estaba bautizando todo el pueblo. Y cuando Jesús fue bautizado, mientras estaba en oración, se abrió el cielo y bajó el Espíritu Santo sobre Él en forma corporal, como una paloma. Y se oyó una voz que venía del cielo: “Tú eres mi Hijo, el Amado, en ti me he complacido”.


Poco después la fuerza del Espíritu lleva a Jesús a Galilea: 


Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. Él iba enseñando en sus sinagogas, alabado por todos. 


Es la primera visión panorámica de la labor de Cristo en Galilea, tierra especialmente privilegiada. Es posible que de esta muchedumbre que escucha a Jesús con agrado salgan muchos de los primeros cristianos.


Luego San Lucas nos dice que Jesús vuelve a Nazaret, y que va a entrar en la sinagoga donde durante años había asistido cada sábado a escuchar las Escrituras de Israel. Cómo se acordaría de San José, el varón justo que lo introdujo en el culto del pueblo de la Alianza. Ahora va a ser Él, Rabí de prestigio en Galilea, el que tome la palabra.


Vino a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías, y desenrollando el volumen halló el pasaje donde estaba escrito:


El Espíritu del Señor sobre mí, 

porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, 

me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, 

para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor.


Enrollando el volumen lo devolvió al ministro y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles: “Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy”. 


Esta profecía llevaba siglos esperando resonar en la voz de Cristo Jesús, que ha venido al mundo a llevar a cumplimiento las Escrituras de Israel. El Señor nos garantiza –sólo Él puede hacerlo– que esta página del profeta es palabra de Dios; y porque es palabra de Dios, alcanza en Él su cumplimiento. De las Escrituras de Israel sólo lo que llega a plenitud en Jesucristo es portador del designio de Dios; lo demás –no poco– son tradiciones humanas que solo tienen valor cultural. 

   Que Jesús nos diga que esta Escritura se cumple en Él le da, a esta página del libro de Isaías, una novedad y profundidad inimaginable. El ungido con el Espíritu del Señor que habla en ese pasaje del libro de Isaías es el Hijo Unigénito de Dios. A partir de ahí, todo lo que dice queda profundamente transformado. Las Escrituras de Israel solo pueden comprenderse desde Jesucristo.

   

Jesús nos dice que ha sido ungido con el Espíritu del Señor para anunciar a los pobres la Buena Nueva. A esto se refiere al final de la oración en el Cenáculo: 


“Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero Yo te he conocido y éstos han conocido que Tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos”.


El Hijo de Dios ha venido al mundo a darnos a conocer que Dios es su Padre y a traernos el amor con el que el Padre le ama. Esta es la Buena Nueva. Fuera de ese amor nada es bueno ni nuevo. Todo lleva el sello del pecado. Los «pobres» son los que acogen esta Buena Nueva; no se trata de una categoría social ni económica, sino cristológica. Pobre es al que no le satisfacen las riquezas de este mundo; la riqueza que quiere –y ninguna otra – es el amor que el Hijo ha venido a traernos. Solo sobre ese amor puedo edificar mi vida para la eternidad. Todo lo demás pasará. Y todo lo que edifique sobre algo que no sea el amor que Dios Padre me tiene estará bajo el poder de la muerte.


Cristo ha sido enviado por Dios a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos. El Hijo ha venido a traernos la verdadera liberación, la libertad que sólo Él puede darnos; la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Para liberarnos de la esclavitud del pecado Cristo pagará con su Sangre. ¡Qué valor tiene a los ojos de Dios nuestra libertad! 

   Jesús es la Luz del mundo. Así lo dirá en el templo de Jerusalén: 

“Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.

Sin la luz que Jesús ha venido a traernos, todo está bajo el poder de la muerte.


Jesucristo ha sido enviado para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor. Me parece que lo que de verdad oprime el corazón del hombre es tener que cargar con el mal hecho –mal que, una vez cometido, tiene vida propia y sigue obrando el mal– sin encontrar perdón; el no poder convertirse, reparar y expiar el mal cometido. El Señor ha venido al mundo a cargar con nuestros pecados en la Cruz y a asociarnos a su Pasión. Así, del modo que sólo Él conoce, los trabajos, fatigas y sufrimientos de la vida se convierten en expiación y reparación del mal que hemos cometido. 


Jesús ha venido a traernos la Redención, la gracia de Dios que se abre a la vida eterna. Ese año de gracia del Señor que se ha abierto con la venida de Cristo no terminará nunca.


El relato concluye:


Y todos daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: “¿No es éste el hijo de José?”


Claro que lo es. Sí, y es precisamente a éste –y a ningún otro– al que Dios ha elegido, ha Ungido con su Espíritu, y ha enviado. Porque tal ha sido su beneplácito. Y no hay ni habrá otro Redentor. Pero el conocimiento de José es una piedra de tropiezo para aquella gente. Jesús nos va a decir por qué.


Él les dijo: “Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria”. Y añadió: “En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: Muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio”.


El mensaje de Jesús es claro: Dios obra como quiere. Hay que aceptar el obrar de Dios con humildad, obediencia y agradecimiento; no podemos elegir cómo nos gustaría que Dios obrase. Ésta enseñanza se pone claramente de relieve en la referencia a Elías y Eliseo, profetas de Israel enviados por Dios o personas no israelitas cuando había tanta necesidad en Israel. ¿Por qué obró así el Dios de Israel? Quizá lo hizo para enseñar a su pueblo que Él es Dios y obra según su beneplácito. 


Estos hombres no escuchan a Jesús. Si lo hubiesen escuchado se habría abierto ante ellos un panorama asombroso. No sólo porque el Ungido de Dios es uno de su ciudad –gloria que ya nunca nadie podrá quitar a Nazaret–, sino porque es un hombre como ellos, lo que transforma completamente la vida de cada uno de nosotros. Pero estos judíos se consideraban con el derecho de poner condiciones a Dios, de decidir cómo debía Dios obrar y cómo no. Por eso su comportamiento:


Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad para despeñarlo. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.


Jesús sabe que todavía no ha llegado su hora; por eso se marcha. Cuando llegue su hora Él mismo irá a Jerusalén al encuentro de los judíos, que no aceptan la voluntad de Dios, que les escandaliza que el Mesías de Israel y el Redentor del mundo sea Jesús de Nazaret, el hijo de José. El resultado será la Cruz.



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