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Dios le ha acogido

 Meditación sobre Rom 14,1–12


San Pablo nos ha invitado a revestirnos del Señor Jesucristo y a vivir la caridad, que no hace mal al prójimo y es, por tanto, la Ley en su plenitud. Ahora va a desarrollar un aspecto: 


Acoged al que es débil en la fe, sin discutir opiniones. Uno cree poder comer de todo, mientras el débil no come más que verduras. El que come, no desprecie al que no come; y el que no come, tampoco juzgue al que come, pues Dios le ha acogido. ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga sólo interesa a su amo; pero quedará en pie, pues poderoso es el Señor para sostenerlo. Este da preferencia a un día sobre todo; aquél los considera todos iguales. ¡Aténgase cada cual a su conciencia! 


Débil en la fe es el que todavía no es capaz de juzgarlo todo solo del punto de vista de la fe. A estos hay que acogerlos sin discutir opiniones, así nos manifestaremos fuertes en la fe. 

   La clave de estos consejos del Apóstol a la Iglesia de Roma es esta breve frase: pues Dios le ha acogido. Si Dios le ha acogido y Cristo es su único Señor, ya no tenemos nada que decir ni nada que juzgar. Que cada uno se atenga a su conciencia y luche para mantenerse en pie y no caer, sabiendo que tendremos que dar cuenta a Dios –el único Juez– de nuestra vida. Solo de nuestra vida.

   Como Dios nos acoge, así nosotros tenemos que acoger a todos. En nuestro acoger al que piensa distinto de nosotros, es Dios quien le acoge. En cierto modo somos portadores de la acogida de Dios; vamos abriendo espacio en nuestro mundo a esa dimensión tan asombrosa del amor de Dios que es su deseo de acogernos. Ese deseo nos da la capacidad de acoger a todos en su Nombre. 

   El designio que Dios tiene para su Iglesia es que sea una gran familia en la que todos encuentren acogida. Tenemos que comprender a todos, no juzgar a nadie, atenernos a nuestra propia conciencia, y confiar en el Señor que es poderoso para sostenernos a todos en pie.

   Esta comprensión a la que nos invita el Apóstol, y la unidad que de la comprensión brota, es una dimensión fundamental de la gran familia cristiana. Y una manifestación clara de que nos vamos revistiendo de nuestro Señor Jesucristo, que manifestó en la Cruz su capacidad de comprender. Así nos lo dice Lucas:

Cuando llegaron al lugar llamado «Calvario», le crucificaron allí a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.

Comprender de corazón es poner el juicio en manos de Dios; y acompañarlo con la oración de intercesión.


San Pablo continúa profundizando en este misterio:


El que se preocupa por los días, lo hace por el Señor; el que come, lo hace por el Señor, pues da gracias a Dios: y el que no come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios. Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos. 


Qué texto tan precioso. Qué modo de expresar en unas pocas líneas lo esencial del cristianismo: somos del Señor. En la vida y en la muerte. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Y nuestra vida se convierte en una continua acción de gracias a Dios; una acción de gracias que se abre a la eternidad. Vista la vida del cristiano desde la perspectiva de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, lo de las verduras da risa.

   El Apóstol da por supuesto, sin más explicaciones, que el cristiano lo hace todo por el Señor dando gracias a Dios. El que no vive para el Señor, el que no se sabe del Señor, no es cristiano. Qué paz deja en el corazón la comunión que el Señor quiere tener con nosotros. Es una comunión que abarca todas las dimensiones de nuestra vida y de nuestra muerte.    Qué misterio tan asombroso y tan consolador. Ni la vida en esta tierra, ni la muerte, ni la vida eterna cambian nuestra relación con el Señor. Esa relación es lo único permanente, lo único que puede abarcar esta vida, superar la muerte, y abrirse a la vida eterna. Todo lo que introduzcamos en esa relación permanecerá para siempre; nos lo encontramos el día que el Señor nos llame a su presencia.


Cuando Jesús nos reveló que Él es el buen Pastor que da su vida por las ovejas, también nos reveló:

“Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; Yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre”.

Jesús nos dice que ha venido al mundo para permanecer en el amor que el Padre le tiene guardando sus mandamientos. Y la orden que ha recibido de su Padre es dar su vida para recobrarla de nuevo. Voluntariamente. Nadie se la quita. Tiene poder para darla y poder para recobrarla de nuevo. Este poder sobre la vida y la muerte le hace Señor de vivos y muertos. Llegará un día en que contemplaremos ese Señorío, en que doblaremos la rodilla ante Él y le bendeciremos de todo corazón. Será un día glorioso. 


Pablo, siguiendo a Jesucristo, nos enfrenta con la hora escatológica, la hora del juicio: 


Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué desprecias a tu hermano? En efecto, todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios, pues dice la Escritura: 

¡Por mi vida!, dice el Señor, 

que toda rodilla se doblará ante mí, 

y toda lengua bendecirá a Dios.

Así pues, cada uno de vosotros dará cuenta de sí mismo a Dios.


Todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios. Esto hay que tenerlo claro. Y hay que tener claro que cada uno de nosotros dará cuenta de sí mismo a Dios. Estas dos realidades, íntimamente relacionadas, deben gobernar nuestra vida y mantenernos siempre en vigilia de espíritu. Por eso Jesús, en Getsemaní, nos invitó: 

“Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil”.

La cita de la Escritura que ha elegido San Pablo pertenece a un oráculo sobre la soberanía universal de Yahveh que se encuentra en el capítulo 45 del Libro de Isaías. En este himno el Señor insiste una y otra vez en que sólo Él es Dios. Sólo Él puede salvar. El profeta introduce las palabras que cita San Pablo con una poderosa revelación que Dios hace de sí mismo; una revelación que es también una conmovedora invitación:

No hay otro dios fuera de Mí, 

no existe un dios justo y salvador excepto Yo.

Volveos a Mí y seréis salvos, 

confines todos de la tierra. 

Pues Yo soy Dios y nadie más.

Lo que Dios quiere al invitarnos a su tribunal para que cada uno dé cuenta de sí mismo es nuestra salvación; la justicia de Dios es inseparable de su misericordia; y del respeto que tiene de nuestra libertad. Esa libertad nos llevará a acoger la misericordia de Dios y doblar la rodilla ante Él bendiciéndolo con el corazón lleno de gozo y agradecimiento. Si no acogemos la invitación de Dios a volvernos a Él, la libertad nos llevará a someternos a su justicia. Pero las palabras del Señor se cumplirán.


Solo Dios juzga; solo Dios salva; y nadie más. San Pablo nos dice: ahora todo depende de ti; de que, en lugar de juzgar y despreciar, sepas siempre acoger; y que en toda relación humana te sepas volver a Dios.



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