Meditación sobre Jn 19,16-24
Tiempo atrás, hablando en Jerusalén sobre quién es el que da testimonio de Él, el Señor nos reveló:
“Pero Yo tengo un testimonio mayor que el de Juan, pues las obras que me ha dado mi Padre para que las lleve a cabo, las mismas obras que Yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me ha enviado, Él mismo ha dado testimonio de mí”.
Con este horizonte nos vamos al relato de la Pasión, donde Pilato, ante la presión de los judíos y de los príncipes de los sacerdotes, entrega a Jesús para que lo crucifiquen. El Procurador Romano, el representante del poder político en este mundo, ha dictado sentencia; ya no hay nada que hacer:
Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron, pues, a Jesús y Él, cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí lo crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio.
Jesús carga con su Cruz. Ya lo había anunciado a sus discípulos. No hay sorpresas, todo responde a la voluntad del Padre que le ha enviado. Para esto ha venido el Hijo de Dios al mundo, para cargar con su Cruz. Ha llegado la hora de cargar con el pecado del mundo para reconciliarnos con Dios. Ha llegado la hora de amar a su Padre –y de amarnos a nosotros– hasta el extremo. Ha llegado la hora de humillarse a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Ha llegado la hora de glorificar a su Padre llevando hasta el final la obra que le ha encomendado realizar. Jesús carga con su Cruz y se encamina al Calvario, donde lo crucifican entre dos malhechores. No es mala compañía para el que ha venido a buscar a los pecadores.
El relato continúa:
Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos». Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad y estaba escrita en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: “No escribas: «El Rey de los judíos», sino que él dijo: «Yo soy Rey de los judíos»”. Pilato respondió: “Lo que he escrito, lo he escrito”.
Pilato escribe la causa de la condena. Los sumos sacerdotes de los judíos le piden que cambie el texto. Pilato no les hace caso, pero me parece que la propuesta de los sumos sacerdotes hubiese sido más reveladora. Nosotros sabemos que Jesús de Nazaret es el Rey de los judíos porque Él lo ha revelado. No hay otra vía de acceso al misterio de la realeza del Crucificado. Para el que cree que Jesús es Rey, la Cruz es su trono. Se cumple lo que el ángel Gabriel reveló a María el día de la Anunciación:
El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin».
Realmente es Dios Padre quien ha llevado a Jesús hasta el trono de la Cruz. ¿Por qué? Por el amor que nos tiene; para reconciliarnos con Él como hijos. Por eso el Hijo del Altísimo carga con su Cruz.
Para cargar con su Cruz, Jesús se despoja de todo:
Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: “No la rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca”. Para que se cumpliera la Escritura:
Se han repartido mis vestidos,
han echado a suertes mi túnica.
Y esto es lo que hicieron los soldados.
Todo sucede para que se cumpla la Escritura. Jesús conoce en las Escrituras de Israel la voluntad de su Padre Dios para Él. Y se abraza a esa voluntad con fuerza. Todo responde al designio de Dios, el designio de salvación que Jesucristo ha venido a cumplir.
El día que Jesús cargó con su Cruz, transformó el sufrimiento humano. Desde ese día podemos unir nuestras fatigas y dolores a la Cruz de Cristo. Ya nada se pierde, ninguna lágrima se derrama en vano, todo sufrimiento tiene valor a los ojos de Dios. Unidos a Cristo que carga con su Cruz, podemos ofrecerlo todo al Padre para colaborar con la obra de la Redención. San Pablo lo expresa admirablemente:
Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia.
Realmente, el día que Jesús cargó con su Cruz fue un día glorioso.
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