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El encuentro con un leproso

Meditación sobre Mc 1,40-45


Jesús ha recorrido toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando demonios. Con este horizonte, el Evangelio continúa:


Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: Si quieres, puedes limpiarme. Compadecido de él, extendió su mano, le tocó y le dijo: Quiero, queda limpio. Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. 


Este hombre tiene noticia de la predicación de Jesús y de los milagros que realiza y, del modo que sólo el Espíritu Santo conoce, ha adquirido la certeza de que en Jesús de Nazaret está obrando el Dios de Israel, el Dios vivo y dador de vida. Esa fe la expresa en su conducta, en el modo de acercarse, de postrarse, y de pedirle a Jesús: Si quieres, puedes limpiarme. Jesús se compadece de él, extiende su mano, le toca, y le dice: Quiero, queda limpio. Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. 

   Realmente este hombre era digno de compasión porque esta enfermedad, además del daño biológico, comunicaba impureza legal, y exigía del que la padecía alejarse de la vida familiar, laboral y social y, lo que era tan importante para un israelita piadoso, no poder participar en la vida religiosa de Israel, en la alabanza de Dios en la sinagoga y en el culto del templo de Jerusalén. [La ley de la lepra está tratada en Lev 13s; el sacerdote tenía que certificar que la lepra había desaparecido].

   Pero cuando el Evangelio habla de la compasión de Jesús está hablando de un misterio que hunde sus raíces en el Corazón de Dios, y que es lo que ha movido la Redención; está hablando de la compasión de Dios. Dios no puede padecer, pero puede compadecer; compadecerse del hombre, sometido al poder del pecado y de la muerte eterna, y padecer con el hombre, dando sentido y valor a sus padecimientos. En Jesús de Nazaret se ha encarnado la compasión de Dios: en el corazón de Jesús habita la plenitud de la compasión de Dios corporalmente. Estamos en la hora escatológica, la hora última del obrar Salvador de Dios.

   San Marcos puntualiza que, movido por la compasión, Jesús extendió la mano y le tocó. El día en el que Jesús extendió su mano y tocó al leproso fue un día grande para la humanidad; fue un día de liberación. Con ese sencillo gesto el Señor declara que las leyes de impureza –en la religión de Israel y, con más motivo, en toda otra religión– no tienen ningún valor ante Dios; que esas leyes no vienen de Dios, sino que son tradiciones y preceptos de hombres.

   El gesto es sencillo pero, como siempre pasa con Jesucristo, se puede decir que detrás de ese gesto está la Redención. Algún tiempo después esta mano que toca al leproso se extenderá para ser clavada en la Cruz y, así, acompañará con su gesto la oración que Jesús dirigirá al Padre pidiéndole perdón para todos nosotros. Cuando Jesús Resucitado se presente a sus discípulos les mostrará las manos para garantizarles que Él es el Crucificado, el mismo Jesús que, tiempo atrás, extendió su mano para tocar a un leproso y liberarnos a los hombres del yugo de las leyes de pureza. A la vez que, extendiendo la mano, le toca, Jesús le dice al leproso: Quiero; queda limpio. Y al instante, nos dice el evangelista, desapareció la lepra y quedó limpio. Es la fuerza de la palabra que brota de su corazón compasivo.


El relato continúa:


Le despidió prohibiéndole severamente: Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote, y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio. Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a Él de todas partes.


Pidiéndole que no diga nada a nadie me parece que Jesús intenta que este hombre comprenda que lo verdaderamente importante es que se ha encontrado con Él y, así, con la compasión de Dios. Jesús quiere que eso que ha sucedido quede entre ese hombre y Él, y la riqueza del encuentro la puede echar a perder el espectáculo. El leproso no lo comprende. ¿Tiene alguna importancia todo ese entusiasmo? Ninguna. No mucho tiempo después Jesús tendrá delante otra muchedumbre igualmente excitada pidiendo que sea crucificado. Con Cristo sólo tiene valor el encuentro personal. Para encontrarse personalmente con cada uno de nosotros ha venido el Hijo de Dios al mundo; para encontrarse con cada uno y llevarnos con Él a la casa del Padre.


En este relato está nuestra vida. Cada uno de nosotros somos ese leproso que se acerca a Jesús buscando la salvación. Ser cristiano es descubrir, en la fe, que lo único que da valor y sentido a nuestra vida en la tierra es el encuentro con Cristo. Ser cristiano es salir al encuentro de Jesús cada día; encontrarse con Él en la oración y en la Eucaristía, en las personas, en la familia y en el trabajo, en todas las circunstancias de la vida ordinaria. Hasta que llegue el día del encuentro definitivo. Ese día, cuando nos pongamos de rodillas delante de Jesucristo glorioso, le suplicaremos: Señor, si quieres puedes limpiarme. Y Él, movido por la compasión, extenderá su mano, nos tocará, y nos dirá: Quiero; queda limpio. Y estas palabras transformarán nuestro corazón, y nos harán dignos de vivir con Él alabando a Dios toda la eternidad.



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